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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

ropas desteñidas y viejas, remendadas incontables veces. Con las diminutas piernas se esforzaban<br />

por trepar a lo alto de la locomotora. A un lado, sobre el césped, los canastos y bateas de dulces,<br />

cigarrillos y chiclets, que sus madres los enviaban a vender al parque, yacían abandonados al<br />

picoteo de uno que otro pájaro.<br />

Más tarde, cuando llegaran los niños ricos con las niñeras vestidas de pulcros uniformes y<br />

delantales blancos, ya ellos no podrían jugar en el tren. Tendrían que conformarse con mirar los<br />

juegos desde los andenes del parque, mientras balanceando su mercancía, pregonarían con sus<br />

vocecillas chillonas: "laaaas cajetas, laaaas cajetas..."; "aquí van loooooos cigarrillos...".<br />

Minutos después, Flor se acercó por la vereda. Traía el morral donde guardaba sus ropas de<br />

enfermera al salir del hospital. Aún podían verse, bajo el ruedo de los desteñidos bluejeans, las<br />

gruesas medias blancas y los zapatos austeros del oficio, en contraste con la floreada blusa.<br />

Lucía cansada, ojerosa. Ya a <strong>La</strong>vinia le había parecido, cuando la encontrara días atrás, que Flor<br />

había perdido peso; ahora, el rostro afilado no dejaba lugar a las dudas, estaba bastante más<br />

delgada. Sin embargo, los ojos le brillaban y sus movimientos eran nerviosos, los ritmos corporales<br />

alterados por la prisa.<br />

—Hola —le dijo, inclinándose para darle un beso en la mejilla y palmaditas en el hombro—,<br />

perdóname que me retrasé un poco. No encontraba bus. Se me descompuso el carro otra vez. Creo<br />

que esta es la definitiva.<br />

El carro de Flor, "Chicho", como le decían, había entrado en una vejez decadente y decrépita<br />

que lo mantenía en el "hospital" constantemente.<br />

—¿Lo llevaste al "hospital"?<br />

—Creo que ni lo voy a llevar ya. No vale la pena. Lo reparan y a los pocos días, se vuelve a<br />

descomponer. Tal vez pueden venderlo como chatarra. Me da pesar porque le tengo cariño, pero la<br />

verdad es que ya está "anciano".<br />

—De todas formas podemos seguir usando mi carro —dijo <strong>La</strong>vinia.<br />

—De eso vamos a hablar —dijo Flor, sacando un cigarrillo y removiendo el interior del bolso,<br />

buscando el encendedor.<br />

En silencio, tensa, <strong>La</strong>vinia esperó que encontrara el chispero y expeliera, finalmente, una gran<br />

bocanada de humo.<br />

—Bueno —dijo Flor, con el tono de quien inicia una conversación importante—. Me imagino<br />

que te habrás dado cuenta de que estamos más ocupados que de costumbre.<br />

<strong>La</strong>vinia asintió con la cabeza. Sin saber de qué se trataba había percibido el incremento de la<br />

actividad a su alrededor. Le entristecía no ser partícipe, pero estaba consciente que el Movimiento<br />

tenía sus reglas no escritas, sus ritos y noviciados.<br />

—Están pasando cosas... —dijo Flor. De pronto, levantó la cabeza y la miró fijamente—. ¿Vos<br />

ya hiciste juramento?<br />

—No —dijo <strong>La</strong>vinia, recordando haber leído en los folletos aquel lenguaje a la vez hermoso y<br />

retórico, el pacto simbólico, el compromiso formal de ingreso al Movimiento.<br />

Flor removió de nuevo en su bolso (parecía uno de aquellos bultos infantiles repletos de tesoros<br />

que los niños suelen guardar bajo la cama) y sacó el folleto que <strong>La</strong>vinia reconoció era el de los<br />

Estatutos, al tiempo que el reflejo del miedo le hizo mover la cabeza de un lado al otro del parque.<br />

Sólo los niños seguían jugando. Se tranquilizó.<br />

—Poné tu mano aquí, sobre el folleto —dijo Flor, acomodándolo encima del libro en el que<br />

fingían estudiar.<br />

—Levanta tu otra mano... aunque sea un poquito —le dijo susurrando una sonrisa— y decí<br />

conmigo...<br />

Fue repitiendo en voz baja las palabras que Flor sabía de memoria, las del Juramento. <strong>La</strong>s dos<br />

casi sin darse cuenta susurraban aquellas frases hermosas, grandilocuentes. El parque y el árbol<br />

convertidos en catedral de ceremonia. <strong>La</strong>vinia sintió una confusa mezcla de emoción, miedo e<br />

irrealidad. Sucedía todo tan rápido. Trató de concentrarse en el significado de las palabras, asimilar<br />

aquello de estar jurando poner su vida en la línea de fuego para que el amanecer dejara de ser una<br />

tentación; los hombres dejaran de ser lobos del hombre; para que todos fueran iguales, como habían<br />

sido creados, con iguales derechos al gozo de los frutos del trabajo... por un futuro de paz, sin<br />

dictadores, donde el pueblo fuera dueño y señor de su destino... Jurar ser fiel al Movimiento,<br />

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