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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

la hermana de Lucrecia, la madre de la niña.<br />

—Decile a ella. Decile de una vez —continuó la <strong>mujer</strong>— no te podés quedar así en esa cama,<br />

sólo llorando y encendida en fiebre hasta que te mueras. Si no le decís vos, le digo yo.<br />

Arreció el llanto de Lucrecia.<br />

—Yo le dije que no lo hiciera —dijo la hermana— pero no hubo manera de convencerla.<br />

Por fin, Lucrecia, interrumpiéndose de rato en rato para llorar, le contó con detalles a <strong>La</strong>vinia, lo<br />

del aborto. No quería tener el niño —Dijo—, el hombre había dicho que no contara con él y ella no<br />

podía pensar en dejar de trabajar. No tendría quién lo cuidara. Además quería estudiar. No podía<br />

mantener un hijo. No quería un hijo para tener que dejarlo solo, mal cuidado, mal comido. Lo había<br />

pensado bien. No había sido fácil decidir. Pero por fin, una amiga le recomendó una enfermera que<br />

cobraba barato. Se lo hizo. El problema era que la hemorragia no se le contenía. Ya toda ella olía<br />

mal, a podrido, dijo, y estaba con esas fiebres... Era un castigo de Dios, decía Lucrecia. Ahora<br />

tendría que morirse. No quería que la viera nadie. Si la veía un médico, le preguntaría quién se lo<br />

había practicado y la <strong>mujer</strong> la amenazó si la denunciaba. Los médicos sabían que era prohibido. Se<br />

darían cuenta. Hasta presa podía caer si iba a un hospital, dijo.<br />

<strong>La</strong>vinia trató de que no la abrumara la visión de las <strong>mujer</strong>es con las caras tensas, el llanto de<br />

Lucrecia arrebujada entre las sábanas, la ignorancia, el temor, el cuartito sin ventilación, el olor a<br />

alcanfor, la niña asomando la cara asustada por la cortina.<br />

—Anda jugá, Rosa, te dije que te fueras a jugar —decía la madre, perdiendo la paciencia,<br />

empujando a la niña, levantando la mano amenazadora que hizo a la muchachita salir corriendo.<br />

Debía pensar qué se podía hacer, se dijo <strong>La</strong>vinia. No quería sentir el malestar en el estómago, las<br />

ganas de llorar junto a Lucrecia. Que, por fin, callaba, sollozando apenas.<br />

—Tengo una amiga enfermera —dijo <strong>La</strong>vinia—. Voy a ir a buscarla.<br />

Traería a Flor, pensó. Flor podría, al menos, decirle qué hacer.<br />

Se levantó. Se sobrepuso al olor del alcanfor, de la fiebre, al pesar, la rabia por la pobreza.<br />

—Gracias, niña <strong>La</strong>vinia, gracias —decía Lucrecia, empezando de nuevo a llorar.<br />

Al salir a la calle oscura, <strong>La</strong>vinia aspiró una gruesa bocanada de aire. <strong>La</strong> noche se acomodaba en<br />

los tablones de las casas vecinas. El cielo, lavado de lluvia, estaba lleno de estrellas. Ninguna luz<br />

competía con su esplendor. <strong>La</strong> hermana de Lucrecia, enhiesta en la puerta, se alisaba el pelo con las<br />

manos.<br />

—Ahora vuelvo —le dijo a la <strong>mujer</strong>—. Ahora mismo regreso —y entró en su automóvil con<br />

olor a nuevo.<br />

En la carretera, <strong>La</strong>vinia se detuvo porque lloraba. <strong>La</strong>s lágrimas en sus ojos creaban halos<br />

irisados en los faros de los vehículos que se le cruzaban en el camino.<br />

Dos horas más tarde, Flor desapareció con Lucrecia detrás de la puerta de emergencias. A través<br />

del cristal las vio perderse en el interior. <strong>La</strong>vinia caminó hacia la sala de espera, arrastrando los<br />

pies.<br />

El techo era alto y las luces de neón dispersas en el cielo raso —la mayoría apagadas—<br />

alumbraban tenuemente el lugar. Se dejó caer en una de las bancas de madera. De no ser por el olor<br />

a medicinas y angustia, el olor típico de los hospitales, la sala de espera podría haberse confundido<br />

con el salón de una iglesia protestante. Filas de rústicos bancos de madera ocupaban el centro y los<br />

lados del salón. Mujeres con niños sucios y enfermos, otras solas, unos cuantos hombres esperaban<br />

silenciosos. <strong>La</strong>vinia apoyó el brazo en la esquina de la banca y se frotó los ojos. Le dolía la cabeza.<br />

Sentía tensión en la nuca.<br />

Afortunadamente, Flor había tomado control de la situación con su serenidad habitual. Tenía<br />

amigos en el hospital. Médicos acostumbrados a situaciones como la de Lucrecia. "Miles de casos<br />

parecidos", había dicho Flor.<br />

Estuvo con los ojos cerrados un buen rato, esperanzada en poder dormitar para acortar la espera.<br />

Pero el sueño no llegó. Abrió los ojos y los extendió a través del salón. Notó que las demás<br />

personas en la sala la observaban. Habían apartado la mirada no bien ella levantó los ojos, pero la<br />

habían estado mirando, observándola cual si se tratase de un teatro y una luz cenital se posara sobre<br />

ella.<br />

Se sintió incómoda. Para distraerse miró hacia el suelo. Recorrió con la vista la hilera de pies<br />

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