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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />
Gioconda Belli<br />
Cuando regresó a la casa, la encontró limpia. Era miércoles. Lucrecia había llegado. Encendió<br />
las luces del patio. Miró el naranjo cargado de frutos. Se sirvió un trago y se dejó caer en la<br />
hamaca.<br />
Estuvo así un largo rato, escuchando la música, sintiendo el fresco de la noche, atesorando la<br />
calma. Sólo al levantarse para llamar por teléfono a Sara, a Antonio, tuvo un momento de<br />
desasosiego. Aquí estaba su ansiada normalidad y, sin embargo, sentía como si su casa y su vida se<br />
hubieran vaciado de repente. Con el auricular en la mano, fumando un lento cigarrillo, imaginó la<br />
conversación intranscendente a punto de suceder y se preguntó qué era lo que realmente amaba de<br />
esta "tranquilidad"; ¿sería que realmente la amaba o era que la noción de independencia, de <strong>mujer</strong><br />
sola con trabajo y cuarto propio, eran opciones incompletas, rebeliones a medias, formas sin<br />
contenido?<br />
Ahora nada sucedería, pensó; podía predecir sus días uno tras otro.<br />
Este espacio era una isla, una cueva, un encierro benevolente de estatua ciega en un jardín<br />
romano: el dominio de la soledad, su más brillante conquista. Aquí podría permanecer mientras el<br />
mundo se desataba en lluvia y Sebastián y Flor y Felipe y quién sabe cuántos más estaban allá<br />
afuera peleando contra molinos de viento, con su aire de árboles serenos.<br />
Está detenida en el umbral de las preguntas. No se responde. Sólo yo que estoy aquí, oculta,<br />
puedo soñar, vislumbrar conjunciones, caminos que se bifurcan. Sólo yo siento los imperativos<br />
de la herencia, mientras ella intuye vuelcos en su corazón, sin poder nombrarlos.<br />
Los españoles decían haber descubierto un nuevo mundo. Pero nuestro mundo no era nuevo<br />
para nosotros. Muchas generaciones habían florecido en estas tierras desde que nuestros<br />
antepasados, adoradores de Tamagastad y Cippatoval, se asentaron. Éramos nahuatls, pero<br />
hablábamos también chorotego y la lengua niquirana; sabíamos medir el movimiento de los<br />
astros, escribir sobre tiras de cuero de venado; cultivábamos la tierra, vivíamos en grandes<br />
asentamientos a la orilla de los lagos; cazábamos, hilábamos, teníamos escuelas y fiestas<br />
sagradas.<br />
¿Quién podrá saber cómo sería ahora todo este territorio si no se hubiera dado muerte a<br />
chorotegas, caribes, dinones, niquiranos... ?<br />
Los españoles decían que debían "civilizarnos", hacernos abandonar la "barbarie". Pero<br />
ellos, con barbarie nos dominaron, nos despoblaron.<br />
En pocos años hicieron más sacrificios humanos de los que jamás hiciéramos nosotros en la<br />
historia de nuestras festividades.<br />
Este país era el más poblado. Y, sin embargo, en los veinte y cinco años que viví, se fue<br />
quedando sin hombres; los mandaron en grandes barcos a construir una lejana ciudad que<br />
llamaban Lima; los mataron, los perros los despedazaron, los colgaron de los árboles, les<br />
cortaron la cabeza, los fusilaron, los bautizaron, prostituyeron a nuestras <strong>mujer</strong>es.<br />
Nos trajeron un dios extraño que no conocía nuestra historia, nuestros orígenes y quería que<br />
lo adoráramos como nosotros no sabíamos hacerlo.<br />
¿Y de todo eso, qué de bueno quedó?, me pregunto. Los hombres siguen huyendo. Hay<br />
gobernantes sanguinarios. <strong>La</strong>s carnes no dejan de ser desgarradas, se continúa guerreando.<br />
Nuestra herencia de tambores batientes ha de continuar latiendo en la sangre de estas<br />
generaciones.<br />
Es lo único de nosotros, Yarince, que permaneció: la resistencia.<br />
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