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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

Cuando regresó a la casa, la encontró limpia. Era miércoles. Lucrecia había llegado. Encendió<br />

las luces del patio. Miró el naranjo cargado de frutos. Se sirvió un trago y se dejó caer en la<br />

hamaca.<br />

Estuvo así un largo rato, escuchando la música, sintiendo el fresco de la noche, atesorando la<br />

calma. Sólo al levantarse para llamar por teléfono a Sara, a Antonio, tuvo un momento de<br />

desasosiego. Aquí estaba su ansiada normalidad y, sin embargo, sentía como si su casa y su vida se<br />

hubieran vaciado de repente. Con el auricular en la mano, fumando un lento cigarrillo, imaginó la<br />

conversación intranscendente a punto de suceder y se preguntó qué era lo que realmente amaba de<br />

esta "tranquilidad"; ¿sería que realmente la amaba o era que la noción de independencia, de <strong>mujer</strong><br />

sola con trabajo y cuarto propio, eran opciones incompletas, rebeliones a medias, formas sin<br />

contenido?<br />

Ahora nada sucedería, pensó; podía predecir sus días uno tras otro.<br />

Este espacio era una isla, una cueva, un encierro benevolente de estatua ciega en un jardín<br />

romano: el dominio de la soledad, su más brillante conquista. Aquí podría permanecer mientras el<br />

mundo se desataba en lluvia y Sebastián y Flor y Felipe y quién sabe cuántos más estaban allá<br />

afuera peleando contra molinos de viento, con su aire de árboles serenos.<br />

Está detenida en el umbral de las preguntas. No se responde. Sólo yo que estoy aquí, oculta,<br />

puedo soñar, vislumbrar conjunciones, caminos que se bifurcan. Sólo yo siento los imperativos<br />

de la herencia, mientras ella intuye vuelcos en su corazón, sin poder nombrarlos.<br />

Los españoles decían haber descubierto un nuevo mundo. Pero nuestro mundo no era nuevo<br />

para nosotros. Muchas generaciones habían florecido en estas tierras desde que nuestros<br />

antepasados, adoradores de Tamagastad y Cippatoval, se asentaron. Éramos nahuatls, pero<br />

hablábamos también chorotego y la lengua niquirana; sabíamos medir el movimiento de los<br />

astros, escribir sobre tiras de cuero de venado; cultivábamos la tierra, vivíamos en grandes<br />

asentamientos a la orilla de los lagos; cazábamos, hilábamos, teníamos escuelas y fiestas<br />

sagradas.<br />

¿Quién podrá saber cómo sería ahora todo este territorio si no se hubiera dado muerte a<br />

chorotegas, caribes, dinones, niquiranos... ?<br />

Los españoles decían que debían "civilizarnos", hacernos abandonar la "barbarie". Pero<br />

ellos, con barbarie nos dominaron, nos despoblaron.<br />

En pocos años hicieron más sacrificios humanos de los que jamás hiciéramos nosotros en la<br />

historia de nuestras festividades.<br />

Este país era el más poblado. Y, sin embargo, en los veinte y cinco años que viví, se fue<br />

quedando sin hombres; los mandaron en grandes barcos a construir una lejana ciudad que<br />

llamaban Lima; los mataron, los perros los despedazaron, los colgaron de los árboles, les<br />

cortaron la cabeza, los fusilaron, los bautizaron, prostituyeron a nuestras <strong>mujer</strong>es.<br />

Nos trajeron un dios extraño que no conocía nuestra historia, nuestros orígenes y quería que<br />

lo adoráramos como nosotros no sabíamos hacerlo.<br />

¿Y de todo eso, qué de bueno quedó?, me pregunto. Los hombres siguen huyendo. Hay<br />

gobernantes sanguinarios. <strong>La</strong>s carnes no dejan de ser desgarradas, se continúa guerreando.<br />

Nuestra herencia de tambores batientes ha de continuar latiendo en la sangre de estas<br />

generaciones.<br />

Es lo único de nosotros, Yarince, que permaneció: la resistencia.<br />

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