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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />
Gioconda Belli<br />
—No puedo, no puedo —dijo—, cómo me va a decir usted "niña Lucrecia"... —riendo de<br />
nuevo.<br />
—Vas a ver...<br />
—¡Ay, no, por Dios, qué cosas se le ocurren!<br />
—Ahora vamos a ser amigas —dijo <strong>La</strong>vinia—. Quiero que seamos amigas.<br />
Lucrecia la miró con ojos de luz tristísima. ¿Amigas?, dijeron sus ojos, ¿amigas?<br />
—Lo que usted diga —respondió Lucrecia, bajando la vista, sin saber qué hacer, apretando el<br />
delantal cual si tuviera mojadas las manos y necesitara secarlas—. Voy a ir a quitar la ropa tendida<br />
—dijo—. No vaya a ser que llueva —y salió de la habitación rápido, mirando hacia el patio.<br />
"Nunca me van a aceptar", pensó <strong>La</strong>vinia, sentándose sobre los vestidos de fiesta, mirando los<br />
sombras del atardecer. "No debí haberle dicho nada", pensó. "¿Quién soy yo para decirle nada?"<br />
Faltaba una semana para el baile cuando apareció asesinado el médico forense, testigo clave en<br />
el juicio contra el alcaide de la prisión <strong>La</strong> Concordia. <strong>La</strong>vinia recordó nítidamente haber escuchado<br />
el juicio en la radio, mientras iba en el taxi rumbo a su primer día de trabajo. En los días del<br />
proceso, ella como muchos otros, se admiró de la valentía del médico forense. También, como la<br />
mayoría, temió por su vida. En Paguas era inconcebible imaginar un guardia honesto que, tarde o<br />
temprano, no tuviera que pagar la honestidad con el exilio o la muerte.<br />
Al capitán Flores le habían pasado la cuenta muy rápido.<br />
<strong>La</strong> indignación cubrió la ciudad con el manto de la rabia contenida. <strong>La</strong>s patrullas de policía<br />
alertas, se multiplicaban en las esquinas.<br />
Lo habían encontrado muerto, acribillado a balazos sobre su automóvil en la carretera a San<br />
Antonio, ciudad de provincia, donde el doctor Flores visitaba a unos familiares. <strong>La</strong>s autoridades no<br />
daban razón del presunto asesino. El mayor <strong>La</strong>ra, había salido con permiso —obtenido por buen<br />
comportamiento— ese fin de semana. Nadie dudaba que fuese el criminal. Se le señalaba en el<br />
titular de la edición extra del matutino de oposición <strong>La</strong> Verdad pasado de mano en mano por la sala<br />
de dibujo.<br />
El entierro del médico tendría lugar al día siguiente por la mañana.<br />
Sería multitudinario. El Gran General no podría evitar los cientos de personas dispuestas a<br />
participar en el entierro como señal de protesta. ¿Cómo podría impedirlo, tratándose de un militar?<br />
Ni el mismo muerto podía impedir que su entierro se convirtiese —como todo parecía indicar— en<br />
la manifestación más gigantesca desde el famoso domingo de campaña de los verdes, el de la<br />
masacre.<br />
Felipe hablaba por teléfono cuando <strong>La</strong>vinia entró a su oficina.<br />
Después de acordar reunirse con alguien en "el punto" al día siguiente por la mañana, colgó y la<br />
miró.<br />
—Todos lo sabíamos desde el juicio —dijo <strong>La</strong>vinia—, sabíamos que él mayor <strong>La</strong>ra lo mataría,<br />
no bien saliera de la prisión.<br />
—Pero evitarlo no estaba al alcance de quienes lo sospechábamos— respondió Felipe.<br />
—¿Vas a ir mañana? —preguntó <strong>La</strong>vinia.<br />
—Sí —dijo Felipe— Voy con los alumnos de mi facultad.<br />
—Yo no sé con quién voy a ir —dijo ella, con determinación— pero, de cualquier manera, voy.<br />
Esta vez no tendría que quedarse observando desde lejos la marcha avanzando al cementerio.<br />
Ahora era diferente, pensó <strong>La</strong>vinia, recordando la voz pausada del médico dando su testimonio. El<br />
Gran General tendría que conocer el repudio ante este crimen, cometido, sin duda, con su<br />
beneplácito. Y ella, ahora, participaría en el repudio.<br />
—Precisamente hablaba con Sebastián. Me dijo que no fueras al entierro de ninguna manera.<br />
Tenés que conservarte "limpia" ahora sobre todo.<br />
—Pero... —dijo <strong>La</strong>vinia, incrédula.<br />
—No lo digo yo —dijo Felipe—. Me lo acaba de decir Sebastián. Me pidió que te lo<br />
transmitiera.<br />
—Pero... ¿por qué no? —preguntó ella, sentándose frente al escritorio de Felipe—. No entiendo.<br />
—Es fácil, <strong>La</strong>vinia. Si haces un esfuerzo lo podés entender. Van a estar los medios de<br />
comunicación, montones de agentes de seguridad, patrullas del ejército... es posible que hasta se<br />
aparezca Vela. No conviene que te vea ni él, ni nadie que pueda informarle. No convendría que<br />
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