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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

sus libros infantiles preferidos: la niña de sombrero de paja y vaporoso vestido de flores, los codos<br />

recostados en el suelo, su mirada hacia el horizonte infinito, la pradera serpenteada de caminos y<br />

trigales. Y el pie de foto: "El mundo era mío y todo en él me pertenecía".<br />

Acostumbraba a subir al cerrito cuando pasaban vacaciones en la hacienda del abuelo. Fue<br />

inmediata la asociación del paisaje con el grabado. Desde entonces, la frase se le fijó en la<br />

memoria.<br />

Fue por esa época cuando empezó a buscar un mundo más propicio para los sueños. "<strong>La</strong>s<br />

Brumas" era una casona de anchas paredes de adobe, con enormes habitaciones y pilas en los<br />

baños; un jardín pleno de milflores y una fuente al centro. Tomaban chocolate en las tardes para<br />

protegerse del frío. Sara y sus primos armaban grandes algarabías, dejándose ir en bicicleta por la<br />

empinada pendiente que descendía desde la casa.<br />

Entonces, su abuelo se apareció con libros de Julio Verne. Aquellas páginas con el texto<br />

acomodado en dos columnas la absorbieron totalmente, haciéndosele mil veces más fascinantes que<br />

las bicicletas, los juegos de prendas o las batallas de indios y vaqueros.<br />

Se decía, en las notas introductorias de los libros, que Verne nunca había salido de Francia y, sin<br />

embargo, con la imaginación logró viajar hasta la luna y predecir muchas hazañas y<br />

descubrimientos de la humanidad. Eso quería ella: poder viajar hasta donde su imaginación lo<br />

permitiera. Para hacerlo, frecuentemente de niña, buscó la soledad.<br />

Le gustaba bajar por la ladera abrupta detrás de la hacienda a mirar el volcán humeante a lo<br />

lejos, ir al cerrito o caminar sola hacia la presa y el ojo de agua. Allí podía ella quedarse largo<br />

tiempo, mirando el círculo desde donde brotaba agua incansablemente. Conjeturaba sobre el origen<br />

del agua manando del boquete; agua cristalina surgiendo en movimientos redondos que semejaban<br />

la respiración o las mareas. Imaginaba un océano subterráneo, el del centro de la tierra, sus grandes<br />

olas y aquel agujero inoportuno delatando su existencia.<br />

Sintió la nostalgia otra vez. Mientras sorbía despacio, distraída, el jugo de naranja, saboreando el<br />

sabor agridulce, similar al de sus recuerdos, evocó a su abuelo. Hundiendo los ojos en su memoria,<br />

le pareció ver al hombre flaco, alto, de nariz larga y pequeños ojos claros y penetrantes; ver, a<br />

través de la transparencia de su piel, las venas finas y rojas como pequeños deltas de grandes ríos<br />

interiores. El abuelo usaba anchos pantalones caqui y camisa blanca manga larga. Llevaba colgada,<br />

de una especie de leontina, una prodigiosa navaja conteniendo toda clase de instrumentos que<br />

acostumbraba usar para fabricar horquetas de madera, tiradoras con las que los muchachos cazaban<br />

pájaros o jugaban a la guerra.<br />

Ella lo prefería cuando se quedaba quieto, sentado en una mecedora, y le hablaba. Sus<br />

conocimientos eran anchos y espaciales: sabía de las constelaciones, los planetas y las estrellas.<br />

"Allá está Marte", decía, o las Siete Cabritas, la Constelación de Orión, el Centauro, la Balanza, la<br />

Cruz del Sur... Conocía las fases de la Luna, los equinoccios y las mareas; sabía de leyendas<br />

antiguas de caciques y princesas indias. Era un enamorado de los libros. Su memoria fotográfica le<br />

permitía citar de memoria pasajes enteros.<br />

Viudo desde los treinta y cinco años, vivía solo, pero sus aventuras amorosas eran célebres. Si<br />

bien la madre de <strong>La</strong>vinia era su única hija "legal", ella nunca olvidaría los innumerables tíos y tías<br />

que emergieron el día del entierro del abuelo. Los hermanos desconocidos entre sí, se juntaron en<br />

esa ocasión, por primera y única vez. Ella aún ignoraba el número exacto.<br />

Poco antes de morir, el abuelo hizo el testamento de sus pocas pertenencias. A ella le dejó una<br />

breve esquela que leyó de memoria en su último cumpleaños: "Al principio y al fin le llamaron los<br />

griegos, el Alfa y el Omega; ahora que voy llegando a Omega, te dejo este legado: Ningún esfuerzo<br />

por la cultura universal se pierde. Por eso, debes venerar al libro, santuario de la palabra; la palabra<br />

que es la excelsitud del homo sapiens".<br />

Murió un 31 de diciembre, acompañado por los petardos, cohetes y fiestas que lo despidieron<br />

junto con el año viejo. Murió de una rara afección en el diafragma que lo hizo estornudar hasta<br />

morirse.<br />

Su entierro fue casi un mitin político. Recordó la tarde calurosa, las flores de cementerio y la<br />

cantidad de trabajadores que lo acompañaron hasta que desapareció tras la lápida, porque el abuelo,<br />

seguidor de ideas liberales y socialistas, opositor furibundo al régimen dinástico de los grandes<br />

generales, había establecido antes que el Código del Trabajo, la jornada de ocho horas, los<br />

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