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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

de las once de la mañana, casi perpendicular, brillaba en las hojas intensamente verdes y brillantes.<br />

Miró el árbol. Palmoteo su tronco. Últimamente le había dado por hablarle cual si fuera un gato o<br />

un perro. Decían que era bueno hablarles a las plantas. Miró hacia la copa y vio algunas naranjas<br />

empezando a madurar, con vetas amarillas en el lomo verde.<br />

Con la ayuda de una vara bajó una, dos, tres, cuatro naranjas.<br />

Cayeron con un sonido seco sobre la grama.<br />

Entró en la casa, retornó a la cocina.<br />

Sacó el cuchillo pulido y afilado del armario de los utensilios.<br />

Puso la naranja sobre el trozo de madera redonda usada para cortar y mirándola, tocándola para<br />

acomodarla y hacer el tajo justo al medio, hundió el cuchillo en su carne. El interior amarillo de la<br />

naranja se desplegó, abierto. Caras amarillas, repetidas, mirándola.<br />

Parecían jugosas. Cortó las cuatro, relamiéndose de gusto, sintiendo el olor de los panqueques<br />

dorados, el aroma del café, las tostadas.<br />

Exprimió los naranjas hasta dejarlas reducidas al cuenco de la cáscara. Su jugo se derramó<br />

amarillo en el vaso cristalino.<br />

Y sucedió. Sentí que me pellizcaban. Cuatro pellizcos definidos, redondos. <strong>La</strong> sensación en la<br />

yema de los dedos cuando probaba el filo puntudo de las flechas. Nada más. Ni sangre, ni savia.<br />

Sentí miedo cuando la vi salir al patio con la intención clara en sus ojos y en sus movimientos.<br />

Me temblaron las hojas. Levemente. No se dio cuenta. En su tiempo lineal, se unen los<br />

acontecimientos por medio de la lógica. No sabe que me temblaron las hojas antes de que las<br />

sacudiera con el largo palo de madera. Pensé que todo se habría consumado cuando cayeran las<br />

naranjas sobre la hierba. Pero no. Me encontré viéndome en dos dimensiones. Sintiéndome en el<br />

suelo y en el árbol. Hasta que me tocaron sus manos comprendí que, sin dejar de estar en el<br />

árbol, estaba también en las naranjas.<br />

¡El don de la ubicuidad! ¡Igual que los dioses! No cabía en mí de maravillada (no podía<br />

caber en mí, además, tan multiplicada). No había "mí". Todo aquello era yo. Prolongaciones<br />

interminables del ser. Una laguna. Una piedra. Círculos concéntricos interminables, haciéndose<br />

y deshaciéndose. Extraños me parecían los caminos de la vida.<br />

Ella nos abrió de un tajo. Un arañazo seco, casi indoloro. Luego los dedos asiendo la cáscara<br />

y el fluir del jugo. Placentero. Como romper la delicada tensión interna. Similar al llanto. Los<br />

gajos abriéndose. <strong>La</strong>s delicadas pieles liberando sus cuidadosas lágrimas retenidas en aquel<br />

mundo redondo. Y posarnos en la mesa. Desde la vasija transparente la observo. Espero que me<br />

lleve a los labios. Espero que se consumen los ritos, se unan los círculos.<br />

Afuera el sol brilla sobre mis hojas. Viaja hacia la tarde.<br />

Reconfortante el calor de los alimentos; los panqueques esponjosos, el café, las tostadas.<br />

Reconfortante la música; el vaso con el jugo de naranja sobre la mesa. Al contrario de la<br />

costumbre, le gustaba tomar el jugo por último, quedarse con el sabor de naranja en los dientes.<br />

Generalmente comía muy rápido. Pero el domingo, pensó, había que estar a tono con la cadencia<br />

del día: allegro ma non troppo.<br />

¿Vería hoy a Felipe? En principio quedó en llegar a las cinco de la tarde. Si no podía, llamaría<br />

por teléfono. Antonio, la noche anterior, la interrogó. Ella le había prohibido enamorarse. Pero era<br />

inevitable. Estaba celoso. Había sido su acompañante más constante. <strong>La</strong>vinia no le descifró más<br />

que lo esencial, pero varias veces, durante la algarabía en casa de Florencia, perdió contacto con el<br />

humo y el rock. Antonio no logró convencerla de quedarse. Le sabría mal Antonio después de<br />

Felipe. Y no quería sentir el contraste. Sobreponerle cadencias menores.<br />

Aquella tarde de domingo, pensó, si tan sólo ella tuviera un automóvil, le habría gustado llevar a<br />

Felipe a compartir "su" cerrito. Subir con él por carretera a la zona fresca. <strong>La</strong> sierra. El mirador.<br />

Caminar por veredas umbrosas en medio de cafetales. Mirar el paisaje desde aquel lugar suyo cerca<br />

de la cima. Alimentar a las nubes desde la palma de la mano. Ver bandadas de periquitos pringar el<br />

azul de verde. Recordar su infancia. Aquel lugar siempre le evocaba el hermoso grabado de uno de<br />

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