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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />
Gioconda Belli<br />
Iniciaría la travesía, se dijo. <strong>La</strong> ribera del río se desdibujaba en la bruma del sueño. Apaciguada<br />
se durmió junto a Felipe.<br />
Nos negamos a parir.<br />
Después de meses de recios combates, uno tras otro morían los guerreros. Vimos nuestras<br />
aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar<br />
como esclava para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres,<br />
enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde donde nunca regresaban. A los guerreros<br />
capturados se les sometía a los más crueles suplicios: los despedazaban los perros o morían<br />
descuartizados por los caballos.<br />
Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad,<br />
resignados para siempre a la suerte de los esclavos.<br />
Los españoles quemaron nuestros templos; hicieron hogueras gigantescas donde ardieron los<br />
códices sagrados de nuestra historia; una red de agujeros era nuestra herencia.<br />
Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las<br />
faldas de los volcanes. Allí recorrimos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar,<br />
preparábamos lanzas, fabricábamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de<br />
nuevo al combate.<br />
Yo recibí noticias de las <strong>mujer</strong>es de Taguzgalpa. Habían decidido no acostarse más con sus<br />
hombres. No querían parirles esclavos a los españoles.<br />
Aquella noche era de luna llena; noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la<br />
suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince.<br />
Regresó de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y<br />
la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acercó después de comer. Acarició el costado de mi<br />
cadera. Vi sus ojos encendidos en los que se reflejaban las llamas de la hoguera.<br />
Quité su mano de mi costado y me resbalé más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino<br />
hacia mí creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me besó sabiendo cómo<br />
sus besos eran pulque jugoso en mis labios; me emborrachaban.<br />
Lo besé. En mí surgían imágenes, agua de los estanques, tiernas escenas, sueños de más de<br />
una noche: un niño guerrero, rebelde, inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los<br />
dos, que fuera un injerto de los dos cargando las más dulces miradas de ambos.<br />
Me aparté antes de que sus labios me vencieran.<br />
Dije: No, Yarince, no. Y luego dije "no" de nuevo y dije lo de las <strong>mujer</strong>es de Taguzgalpa, de<br />
mi tribu: no queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los<br />
barcos; hijos para morir despedazados por los perros si eran valientes y guerreros.<br />
Me miró con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miró y fue saliendo de la cueva, mirándome<br />
cual si hubiese visto una aparición terrible. Luego corrió hacia afuera y hubo silencio. Sólo se<br />
escuchaba el crepitar de las ramas en la hoguera, muñéndose encendidas.<br />
Más tarde escuché los aullidos de lobo de mi hombre.<br />
Y más tarde aún regresó arañado de espinas.<br />
Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un<br />
pesado rebozo de tristeza.<br />
Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas.<br />
¡Cómo me duele la tierra de las raíces sólo de recordarlo!<br />
No sé si llueve o lloro.<br />
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