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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />
Gioconda Belli<br />
Capítulo 24<br />
AL DÍA SIGUIENTE SERÍA LA INAUGURACIÓN de la casa de Vela y no tenía ni con quién<br />
consultar si debía ir o no. Decidió tomarse la tarde libre. Ir al cine, visitar a Sara o a su madre. No<br />
podía con el nerviosismo de la soledad, el silencio de sus compañeros. No quería, además, que<br />
Julián le preguntara de nuevo por Felipe. No sabía qué contestarle.<br />
Tomó el carro y deambuló por la ciudad, sin determinar aún dónde dirigirse. Se vio, de pronto,<br />
tomando la carretera que subía al cerrito verde de su infancia, al grabado de la niña viendo un<br />
mundo que consideraba suyo. Nada era suyo ya, pensó. Después de todo, había alcanzado el sueño<br />
de subordinar la propia vida a un ideal más grande. Era como una <strong>mujer</strong> contemplando su propio<br />
parto, esperando que las contracciones de un cuerpo posesionado por la naturaleza dieran a luz a la<br />
nueva vida construida silenciosamente durante meses de labor paciente de la sangre. Porque eso era<br />
esta soledad. No el abandono, el miedo a que los seres amados desaparecieran tragados por un<br />
oscuro destino; esta soledad era tan sólo la espera del nacimiento: Sus compañeros, en algún lugar,<br />
se prepararían para desatar el látigo de los sin voz, los expulsados del paraíso y hasta de sus<br />
míseros asentamientos. No la habían abandonado, se repitió. Era ella la que alimentaba esas<br />
nociones descorazonadas. Pero debía ser capaz de dilucidar entre la realidad y sus fantasmas. Sin<br />
duda, los preparativos de tantos meses llegaban a término. ¿Qué podía saber ella? ¿Qué otro<br />
recurso más que especular le quedaba? ¿Quién podía saber si realmente no sería Vela el objetivo de<br />
toda aquella larga preparación? ¿Quién podía saberlo?<br />
Lo tendría que saber hoy, mañana, dentro de tres días, o cuatro, cualquier día que eligieran. Lo<br />
sabría por las noticias.<br />
<strong>La</strong> carretera serpenteaba hacia arriba. <strong>La</strong>s flores amarillas de diciembre se mecían en los bordes<br />
del asfalto. Subió, pasando sin mirar al lado del camino marginal por donde se llegaba al sendero<br />
de los espadillos. Siguió acelerando, doblando las cerradas curvas hasta dejar la carretera principal<br />
y entrar al empedrado irregular, horadado por las lluvias, del camino que conducía al cerrito.<br />
No había casi nadie por allí a esa hora de la tarde. Algunos mozos de las haciendas cercanas,<br />
transitaban por la carretera vecinal, pero en el cerrito sólo el viento soplaba. Los novios llegaban<br />
más tarde, a la hora del crepúsculo.<br />
Se bajó del carro y caminó por el sendero entre la hierba, hacia la cima. Se sentó en la piedra, un<br />
mojón que marcaba el límite de la propiedad. <strong>La</strong> inscripción se había borrado, desgastada por el<br />
roce de tantos que habrían venido aquí a sentarse, a hablar de sus amores, proyectos o sueños.<br />
Era un día claro. El paisaje se descalzaba a sus pies, desnudo de niebla. <strong>La</strong>s casitas minúsculas,<br />
el lago, la hilera de volcanes azules, se extendían a lo lejos silentes, yertos, majestuosos. Más cerca,<br />
la vegetación de las montañas, deshaciéndose en faldas hacia el valle de la ciudad, mostraba sus<br />
verdes, los troncos de árboles enmarañados, inclinados peligrosamente hacia el vacío.<br />
De los beneficios cercanos se venía un dulcete olor a café. El viento confundía las hojas con el<br />
canto de los pericos volando en bandadas.<br />
Apoyó la barbilla en el cuenco de la mano, mirando todo aquello.<br />
Bien valía la pena morir por esa belleza, pensó. Morir tan sólo para tener este instante, este<br />
sueño del día en que aquel paisaje realmente les perteneciera a todos.<br />
Este paisaje era su noción de patria, con esto soñaba cuando estuvo al otro lado del océano. Por<br />
este paisaje podía comprender los sueños casi descabellados del Movimiento. Esta tierra cantaba a<br />
su carne y su sangre, a su ser de <strong>mujer</strong> enamorada, en rebeldía contra la opulencia y la miseria: los<br />
dos mundos terribles de su existencia dividida.<br />
Este paisaje merecía mejor suerte. Este pueblo merecía este paisaje y no las cloacas malolientes<br />
a la orilla del lago. <strong>La</strong>s calles donde se paseaban los cerdos, los fetos clandestinos, el agua infestada<br />
de mosquitos de la pobreza. ¿Dónde estarían ellos, sus compañeros? ¿En qué punto minúsculo, en<br />
qué calle andarían? ¿Qué ocuparía el tiempo de Felipe en este momento en que ella se sentía por<br />
fin, parte de todo aquello?<br />
Antes de irse a la cama, en un súbito impulso, telefoneó a su madre.<br />
—¿<strong>La</strong>vinia? —dijo la voz al otro lado del teléfono...<br />
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