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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

Capítulo 24<br />

AL DÍA SIGUIENTE SERÍA LA INAUGURACIÓN de la casa de Vela y no tenía ni con quién<br />

consultar si debía ir o no. Decidió tomarse la tarde libre. Ir al cine, visitar a Sara o a su madre. No<br />

podía con el nerviosismo de la soledad, el silencio de sus compañeros. No quería, además, que<br />

Julián le preguntara de nuevo por Felipe. No sabía qué contestarle.<br />

Tomó el carro y deambuló por la ciudad, sin determinar aún dónde dirigirse. Se vio, de pronto,<br />

tomando la carretera que subía al cerrito verde de su infancia, al grabado de la niña viendo un<br />

mundo que consideraba suyo. Nada era suyo ya, pensó. Después de todo, había alcanzado el sueño<br />

de subordinar la propia vida a un ideal más grande. Era como una <strong>mujer</strong> contemplando su propio<br />

parto, esperando que las contracciones de un cuerpo posesionado por la naturaleza dieran a luz a la<br />

nueva vida construida silenciosamente durante meses de labor paciente de la sangre. Porque eso era<br />

esta soledad. No el abandono, el miedo a que los seres amados desaparecieran tragados por un<br />

oscuro destino; esta soledad era tan sólo la espera del nacimiento: Sus compañeros, en algún lugar,<br />

se prepararían para desatar el látigo de los sin voz, los expulsados del paraíso y hasta de sus<br />

míseros asentamientos. No la habían abandonado, se repitió. Era ella la que alimentaba esas<br />

nociones descorazonadas. Pero debía ser capaz de dilucidar entre la realidad y sus fantasmas. Sin<br />

duda, los preparativos de tantos meses llegaban a término. ¿Qué podía saber ella? ¿Qué otro<br />

recurso más que especular le quedaba? ¿Quién podía saber si realmente no sería Vela el objetivo de<br />

toda aquella larga preparación? ¿Quién podía saberlo?<br />

Lo tendría que saber hoy, mañana, dentro de tres días, o cuatro, cualquier día que eligieran. Lo<br />

sabría por las noticias.<br />

<strong>La</strong> carretera serpenteaba hacia arriba. <strong>La</strong>s flores amarillas de diciembre se mecían en los bordes<br />

del asfalto. Subió, pasando sin mirar al lado del camino marginal por donde se llegaba al sendero<br />

de los espadillos. Siguió acelerando, doblando las cerradas curvas hasta dejar la carretera principal<br />

y entrar al empedrado irregular, horadado por las lluvias, del camino que conducía al cerrito.<br />

No había casi nadie por allí a esa hora de la tarde. Algunos mozos de las haciendas cercanas,<br />

transitaban por la carretera vecinal, pero en el cerrito sólo el viento soplaba. Los novios llegaban<br />

más tarde, a la hora del crepúsculo.<br />

Se bajó del carro y caminó por el sendero entre la hierba, hacia la cima. Se sentó en la piedra, un<br />

mojón que marcaba el límite de la propiedad. <strong>La</strong> inscripción se había borrado, desgastada por el<br />

roce de tantos que habrían venido aquí a sentarse, a hablar de sus amores, proyectos o sueños.<br />

Era un día claro. El paisaje se descalzaba a sus pies, desnudo de niebla. <strong>La</strong>s casitas minúsculas,<br />

el lago, la hilera de volcanes azules, se extendían a lo lejos silentes, yertos, majestuosos. Más cerca,<br />

la vegetación de las montañas, deshaciéndose en faldas hacia el valle de la ciudad, mostraba sus<br />

verdes, los troncos de árboles enmarañados, inclinados peligrosamente hacia el vacío.<br />

De los beneficios cercanos se venía un dulcete olor a café. El viento confundía las hojas con el<br />

canto de los pericos volando en bandadas.<br />

Apoyó la barbilla en el cuenco de la mano, mirando todo aquello.<br />

Bien valía la pena morir por esa belleza, pensó. Morir tan sólo para tener este instante, este<br />

sueño del día en que aquel paisaje realmente les perteneciera a todos.<br />

Este paisaje era su noción de patria, con esto soñaba cuando estuvo al otro lado del océano. Por<br />

este paisaje podía comprender los sueños casi descabellados del Movimiento. Esta tierra cantaba a<br />

su carne y su sangre, a su ser de <strong>mujer</strong> enamorada, en rebeldía contra la opulencia y la miseria: los<br />

dos mundos terribles de su existencia dividida.<br />

Este paisaje merecía mejor suerte. Este pueblo merecía este paisaje y no las cloacas malolientes<br />

a la orilla del lago. <strong>La</strong>s calles donde se paseaban los cerdos, los fetos clandestinos, el agua infestada<br />

de mosquitos de la pobreza. ¿Dónde estarían ellos, sus compañeros? ¿En qué punto minúsculo, en<br />

qué calle andarían? ¿Qué ocuparía el tiempo de Felipe en este momento en que ella se sentía por<br />

fin, parte de todo aquello?<br />

Antes de irse a la cama, en un súbito impulso, telefoneó a su madre.<br />

—¿<strong>La</strong>vinia? —dijo la voz al otro lado del teléfono...<br />

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