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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

No debía haber hecho esto Felipe, pensó, irrumpir así, sin más, en su casa. Quizás no le quedó<br />

otra alternativa, se dijo, pero no tenía derecho a zambullirla en el peligro, en la sombra de los tres<br />

"compañeros muertos"... y el herido durmiendo en su cama...<br />

¿Qué podría hacer?, pensó, desesperada.<br />

—Ahora sabes por qué no pude venir, cuáles son mis "ocupaciones", las llamadas —dijo Felipe,<br />

mirándola suavemente, poniendo su mano sobre la de ella—. Siento que te des cuenta así. No<br />

hubiera venido aquí jamás de no haber sido una emergencia. No podía dejar a Sebastián en mi casa.<br />

Allí hay otra gente. Se hubieran dado cuenta y una denuncia sería fatal... Lo siento —repitió—. No<br />

se me ocurrió nada mejor que traerlo para acá. Aquí está seguro.<br />

Vio en la oscuridad la palidez de Felipe, el sudor brillando en su rostro. Hacía calor.<br />

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó <strong>La</strong>vinia, hablando también en susurros como lo había<br />

hecho él.<br />

—No sé. Todavía no sé —musitó Felipe y se alisó el pelo con las manos.<br />

<strong>La</strong>vinia lo sintió confuso en el aliento espeso, en el cuerpo abandonado sobre los cojines; las<br />

largas piernas estiradas en el suelo cual si le pesaran. De pronto Felipe se enderezó y se puso a<br />

limpiar sus anteojos mecánicamente hablando sin verla, hablándose a sí mismo.<br />

—Uno nunca se acostumbra a la muerte —dijo—. Nunca se acostumbra.<br />

Conocía a los tres compañeros muertos, dijo, uno de ellos había sido hasta compañero de colegio<br />

de él, Fermín.<br />

Por la tarde, lo habían llamado a una reunión. Por eso había fallado a la cita con ella, añadió,<br />

como si aún importara. <strong>La</strong> reunión duró hasta las nueve de la noche. Fermín estuvo haciendo<br />

bromas sobre la tranquilidad del barrio. Se sentían seguros allí, en la casita recién alquilada con los<br />

magros fondos de la organización (y hablaba de "la organización" como si ella supiera de qué se<br />

trataba). Era un barrio pobre, marginado. Casas de tablas; letrinas en los patios; campesinos<br />

emigrados a la ciudad en busca de mejor vida. ¿Quién los delataría?, preguntaba Felipe, viéndola<br />

sin verla. A las nueve, él había salido para regresar a su casa.<br />

"No detecté nada. No detecté nada", repetía Felipe, como si se culpara de algo muy grave. Se<br />

esforzaba por reconstruir detalles en la normalidad de la calle: hombres y <strong>mujer</strong>es sentados a las<br />

puertas de las casas, perros callejeros, los buses pasando, tronando sus viejas carrocerías. "No<br />

detecté nada" decía una y otra vez, mientras le relataba lo que había contado Sebastián, cómo la<br />

guardia apareció de repente: "Oyeron el frenazo de los jeeps y el 'están rodeados, ríndanse', casi<br />

simultáneamente", decía. Y tenían pocos tiros. Dos subametralladoras; y entre todos, en lo que<br />

tomaban posiciones de tiro, montaban las pistolas, en las carreras, decidieron que Sebastián debía<br />

buscar cómo salvarse, tratar de salir, sobrevivir para continuar.<br />

Y gritaban "ya vamos" para dar tiempo. Fue lo último que oyó Sebastián cuando saltaba las<br />

tapias. "A las nueve de la noche estaban vivos", decía Felipe, quitándose los anteojos, apretándose<br />

los ojos con los pulgares de las manos.<br />

Y ahora nada se puede hacer ya por ellos, añadió, nadie podría reponerlos. Sus sueños seguirán<br />

vivos, pero ellos no.<br />

Felipe calló. Extendió el brazo para abrazarla, cual si se hubiera vaciado y necesitara la cercanía<br />

de otro ser humano para no deslizarse en el agujero negro, profundo, de la desesperanza.<br />

Conmocionada, sin poder articular palabra, se acurrucó en el pecho de Felipe, tocándolo,<br />

abrazándolo, sin saber cómo consolarlo.<br />

Hubiera querido resguardarlo, darle la protección de su cuerpo de <strong>mujer</strong>. Apoyó su cabeza en el<br />

pecho de Felipe. Sintió su respiración acompasada, el cálido nicho de su ser, la carne sólida,<br />

musculosa y, sin embargo, fácilmente horadable: un pedazo de plomo lanzado a determinada<br />

velocidad y Felipe se rompería. Esta piel que tocaba, todo lo que la piel de él encerraba, se saldría<br />

de cauce, la presa saltaría en mil pedazos, correrían las aguas. Se apagaría el murmullo, la catarata<br />

subiendo y bajando dulcemente el nivel de las corrientes subterráneas. Sintió un escalofrío ante la<br />

noción de la muerte rondando tan cercana. Tan sólo a las nueve de la noche había salido Felipe de<br />

la casa. ¿Y si se hubiera quedado? Se apretó más fuerte contra él; pensó en sus amigos, los que ya<br />

nunca conocería.<br />

Tenía ganas de llorar por lo que imaginaba que él estaba sintiendo, el dolor sordo de la muerte,<br />

la impotencia.<br />

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