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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />
Gioconda Belli<br />
ayudaría a pasar el tiempo. Pero no lograba concentrarse. A las siete, se levantó de la hamaca con el<br />
mal humor viento en popa. Recorrió la casa, paseándose como liebre cautiva, sin saber qué hacer.<br />
Quizás debía salir, se dijo. No esperarlo más. Marcó en el teléfono el número de Antonio y no<br />
obtuvo respuesta. Seguramente no regresaba aún del paseo al que la había invitado. Sara y Adrián<br />
tampoco estaban en casa. <strong>La</strong> soledad del día se acumulaba en el silencio. Puso música. Si bien, se<br />
había propuesto la semana anterior, no especular sobre las "ocupaciones" de Felipe, no pudo<br />
evitarlo ahora. Pensó si realmente no habría sucumbido víctima de un Don Juan cualquiera, o al<br />
menos de alguien con una relación conflictiva de la que quizás ella habría sido escogida como<br />
"sustituta" o redentora. Sucedía en la vida real. No sería nada fuera de lo común. Y sin embargo, la<br />
actitud de Felipe hacia ella se le hacía sincera. Se sirvió un ron. No se desesperaría más, se dijo, ya<br />
no lo esperaría. Al día siguiente trataría de aclarar todo de una vez. No continuaría pretendiendo<br />
que no le importaban sus misterios. Le preguntaría directamente. Aunque la verdad, no existía entre<br />
ellos aún ningún compromiso; nada que le diera "derecho" a indagar. Pero pensar así era una<br />
trampa, se dijo. Era la trampa en la que siempre caían las <strong>mujer</strong>es temerosas de la terrible acusación<br />
de "dominantes" o "posesivas". No lograba evitar la mirada hacia la ventana. El oído alerta a los<br />
pasos.<br />
Dieron las nueve. Era evidente que Felipe no llegaría, se dijo una vez más. <strong>La</strong> tía Inés decía que<br />
los hombres eran caprichosos e impenetrables. Noches cerradas con estrellas. <strong>La</strong>s estrellas eran los<br />
resquicios por donde la <strong>mujer</strong> se asomaba. Los hombres eran la cueva, el fuego en medio de los<br />
mastodontes, la seguridad de los pechos anchos, las manos grandes sosteniendo a la <strong>mujer</strong> en el<br />
acto del amor; seres que disfrutaban de la ventaja de no tener horizontes fijos, o los límites de<br />
espacios confinados. Los eternos privilegiados. A pesar de que todos salían del vientre de una<br />
<strong>mujer</strong>, que dependían de ella para crecer y respirar, para alimentarse, tener los primeros contactos<br />
con el mundo, aprender a conocer las palabras; luego parecían rebelarse con inusitada fiereza contra<br />
esta dependencia, sometiendo al signo femenino, dominándolo, negando el poder de quienes a<br />
través del dolor de piernas abiertas les entregaban el universo, la vida.<br />
Puso la televisión. Pasaban una mala película. En el otro canal, una serie anodina. Sólo había dos<br />
canales de televisión en Paguas. <strong>La</strong> apagó. Apagó las luces de la casa. Cerró la cancela del jardín.<br />
Se desvistió y se metió en la cama a leer. Dieron las once de la noche. Le dolía la cabeza y se sentía<br />
profundamente triste, traicionada, furiosa consigo misma, con su facilidad para construir castillos<br />
de arena, su romanticismo. Finalmente la quietud de la soledad la adormeció. Se deslizó hacia el<br />
sueño.<br />
Nubes enormes, blancas con caras de niños, gordos y juguetones. El abuelo larguísimo<br />
colocándole las grandes alas de plumas blancas. El vuelo sobre inmensas flores: heliotropos,<br />
gladiolos, helechos gigantescos. Gotas de rocío. Magníficas, enormes gotas de rocío donde el sol se<br />
quebraba abriendo caleidoscopios prodigiosos. <strong>La</strong> barba y el cabello cano del abuelo cubierto de<br />
rocío. <strong>La</strong>s gruesas alas soltando brisa al batir en el viento. Mojándose. Empapándose de rocío.<br />
Pesan las alas mojadas. Cada vez mayor el esfuerzo. Sostenerse sobre el desfiladero de flores<br />
inmensas. Intentó regresar al abuelo una y otra vez batiendo alas desesperadamente hasta que el<br />
esfuerzo la despertó y todo estaba oscuro. Sólo la sombra del naranjo se recortaba en el brillo de la<br />
luna sobre la ventana.<br />
<strong>La</strong> noche envuelve mis ramas y los grillos cantan su canto monótono en medio del cortejo de<br />
las luciérnagas. Apenas si logré alcanzarla en el sueño. Marqué mi nombre, Itza, gota de rocío,<br />
en sus visiones de flores y vuelos. Yo también soñaba con volar cuando veía los pájaros<br />
levantarse en bandadas al arribo de las bestias y los tropeles de hombres hediondos e hirsutos.<br />
¡Tan pequeños los pájaros y con tanta ventaja sobre nosotros!<br />
Estoy confusa con tanto acontecimiento. Estar en su sangre fue como estar dentro de mí<br />
misma. Así habrá sido mi cuerpo. Siento nostalgia de venas, entrañas y pulmones. En cambio<br />
sus pensamientos eran una familia de loras volando en círculos, haciendo ruidos, montándose<br />
los unos sobre los otros en tremenda algarabía. Para ella, sin embargo, tenía un orden, estoy<br />
segura. Una imagen se refería a otra y otra, como un espejo que se refleja infinitamente.<br />
Recordé la fascinación de los espejos. Con ellos lograron atrapar nuestra atención los españoles.<br />
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