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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

paradas; hombres y <strong>mujer</strong>es con los rostros confundidos en la noche, se aglomeraban con aire de<br />

cansancio bajo las casetas de vibrantes colores con anuncios de jabón, café, ron, pasta de dientes.<br />

"Pude haber sido cualquiera de ellos", pensó desde el mullido asiento de su carro; "de haber<br />

nacido en otra parte, de otros padres, yo podría estar allí, haciendo fila para el bus esta noche."<br />

Nacer era un azar tan terrible. Se hablaba del miedo a la muerte. Nadie pensaba en el miedo a la<br />

vida. El embrión ignorante toma forma en el vientre materno, sin saber qué le espera a la salida del<br />

túnel. Se crea la vida y sin más, se nace. "Menos mal que no somos conscientes, entonces" pensó.<br />

Porque uno podía nacer al amor o al desamor; al desamparo o la abundancia; aunque ciertamente la<br />

vida misma no era responsable, el principio vital hacía su trabajo de unir al óvulo y el<br />

espermatozoide; eran los seres humanos los que creaban las condiciones en los que la vida seguía<br />

su curso. Y los seres humanos parecían marcados por el destino de atropellarse unos a otros,<br />

hacerse difícil la vida, matarse.<br />

"¿Por qué seremos así?", pensaba, cuando llegó a la esquina cercana al puente; una esquina<br />

donde se alojaba un establecimiento comercial, especie de pulpería grande, con el rótulo: "Almacén<br />

la Divina Providencia". ¿Cómo no recordarlo?, sonrió.<br />

Dobló a la izquierda y encontró el puente, la entrada a la calle de Flor.<br />

De nuevo la asaltaron las dudas; dudas sobre el recibimiento que le dispensaría Flor. Pero ya<br />

estaba tan cerca, se dijo. No podía permitir que las dudas la poseyeran, congelaran todos sus actos.<br />

No podía permitirse perder la seguridad en sí misma de la que, desde adolescente, se sintió tan<br />

orgullosa.<br />

<strong>La</strong>s ruedas entraron al camino sin asfaltar. Reconoció las viviendas de madera. Algunas tenían<br />

ahora las puertas abiertas. Mirando a través de ellas se divisaba toda la casa: la única habitación, el<br />

fogón al fondo, la familia sentada en sillas de madera, afuera, tomando el fresco de la noche. Niños<br />

jugando descalzos.<br />

Aparcó el carro al lado del tosco muro de la casa de Flor. Vio que el carro de ella estaba en el<br />

garaje y había luz en la casa. El timbre dejó oír su chirrido y de nuevo <strong>La</strong>vinia oyó el sonido de las<br />

chinelas aproximándose. Mentalmente rogó que Flor la pudiera recibir. Flor se acercó a la puerta y<br />

su rostro se mostró agradablemente sorprendido cuando la vio.<br />

—Hola —le dijo, abriendo el candado de la cancela— ¡qué sorpresa!<br />

—Hola —dijo <strong>La</strong>vinia—. Antes de entrar, quería preguntarte si está bien que te visite... no sabía<br />

si hacerlo o no...<br />

—Ya que estás aquí —dijo Flor— no seas tan ceremoniosa; pasa adelante.<br />

Y le sonrió cálida.<br />

Entraron en la sala; el afiche de Bob Dylan en la pared.<br />

—¿Querés café? —preguntó Flor—. Lo tengo listo.<br />

—Bueno, gracias —dijo <strong>La</strong>vinia.<br />

Flor entró tras la cortina floreada. <strong>La</strong>vinia se sentó en la mecedora, balanceándose y<br />

encendiendo un cigarrillo para dar tiempo al regreso de Flor con el café. Miró los estantes de libros:<br />

Madame Bovary, Los condenados de <strong>La</strong> tierra, Rajuela, <strong>La</strong> náusea, Mujer y vida sexual... títulos<br />

conocidos y desconocidos... Lecturas poco usuales en una enfermera. ¿Quién sería esta <strong>mujer</strong>?, se<br />

preguntó.<br />

Esa que regresaba con dos pocilios esmaltados que puso sobre la mesa.<br />

—¿Y cómo es que se te ocurrió visitarme? —dijo Flor, revolviendo el azúcar en el café,<br />

mirándola con su mirada de árbol.<br />

—Pues no sé cómo se me ocurrió —respondió <strong>La</strong>vinia, ligeramente intimidada— tenía<br />

necesidad de hablar con alguien... Pensé que tal vez no era lo más indicado; aparecerme aquí sin<br />

más, pero también pensé que vos me lo dirías...<br />

—Bueno, usualmente es mejor que no vengas así, sin avisar —dijo Flor— ¿Pero no tenías dónde<br />

avisarme, de todas formas, verdad? Así que no nos preocupemos de eso ahora. Ya estás aquí, y me<br />

da mucho gusto volver a verte.<br />

¿Y qué diría ahora, pensó <strong>La</strong>vinia, cómo empezar a hablar, qué era lo que necesitaba hablar?<br />

—¿Cómo está Sebastián? —preguntó, por decir algo. Flor dijo que estaba bien. Se había<br />

repuesto mejor de lo que ella esperaba. Podía mover bien su brazo. No se había infectado.<br />

—<strong>La</strong> verdad —dijo <strong>La</strong>vinia— es que no sé por qué vine. Me sentí sola. Pensé en vos, en que vos<br />

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