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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

Allí estaba aquel hombre, como los capitanes invasores; su cara esculpida de dios maligno,<br />

mirando a <strong>La</strong>vinia, reconociéndola.<br />

Y el grito del muchacho.<br />

<strong>La</strong> sangre de ella se congeló. Sentí las imágenes apretujarse. Imágenes brillantes y opacas,<br />

recuerdos viejos y presentes.<br />

Vi la cara de Felipe. Vi los grandes pájaros metálicos lanzando hombres desde su entraña,<br />

calabozos terribles y gritos.<br />

Vi el niño de Sara sin nacer, el cuarto oscuro de Lucrecia, su olor a alcanfor; los zapatos en<br />

el hospital, el médico forense asesinado.<br />

Y vi al muchacho. El que quería volar. Aquel niño que había denunciado a su padre,<br />

odiándolo. Y sólo en el último momento, comprendiendo que lo amaba, intentaba salvarlo con su<br />

graznido de pájaro herido, paralizando a <strong>La</strong>vinia. El muchacho construido de dudas en el que<br />

ella se vio reflejada de modo misterioso.<br />

Yo no dudé. Me abalancé en su sangre atropellando los corceles de un instante eterno. Grité<br />

desde todas sus esquinas, ululé como viento arrastrando el segundo de vacilación, apretando sus<br />

dedos, mis dedos contra aquel metal que vomitaba fuego.<br />

<strong>La</strong>vinia sintió en el tumulto de sus venas, la fuerza de todas las rebeliones, la raíz, la tierra<br />

violenta de aquel país arisco e indomable, apretándole las entrañas, dominando sobre la visión del<br />

muchacho, la visión de sí misma proyectada en aquellos ojos adolescentes, en el amor y el odio, en<br />

el bíblico "no matarás". Supo entonces que debía cerrar el último trazo de todos los círculos,<br />

romper el vestigio final de las contradicciones, tomar partido de una vez y para siempre. Se<br />

desplazó veloz. Se situó frente a frente al hombre fornido, que la apuntaba y apretó sus dedos —<br />

agarrotados y duros— sobre el gatillo.<br />

Los disparos atronaron apagando los gritos quebrados del niño. <strong>La</strong> ráfaga de su Madzen rompió<br />

el aire un segundo antes de que Vela disparara, pensándose vencedor, descargando el oscuro odio<br />

de su casta, entrenada por años para matar.<br />

<strong>La</strong>vinia sintió el golpe en su pecho, el calor inundándole. Vio al general Vela aún de pie frente a<br />

ella, sosteniéndose, disparando, salpicado de sangre su uniforme; la mirada, agua regia, veneno.<br />

Aún bajo los disparos de Vela, ella recuperó el equilibrio, y firme, sin pensar en nada, viendo<br />

imágenes dispersas de su vida empezar a correr como venados desbocados ante sus ojos, sintiendo<br />

los impactos, el calor almacenarse en su cuerpo, apretó el arma contra sí y terminó de descargar<br />

todo el magazine.<br />

Vio a Vela caer doblado, derrumbado, y sólo entonces permitió que la muerte la alcanzara.<br />

Todo había sucedido en segundos. Flor y la "Ocho", alertadas por el grito del niño, alcanzaron a<br />

llegar en el momento en que se decidía la contienda.<br />

Instantes después apareció Sebastián.<br />

El mediador se había llevado la propuesta.<br />

Se negociaría.<br />

"Eureka" había salido bien.<br />

Mañana todo habría terminado.<br />

<strong>La</strong> casa está en silencio. El viento sobre mis ramas apenas parece el aliento de nubes sobre el<br />

fuego apagándose. Estoy sola de nuevo.<br />

He cumplido un ciclo: mi destino de semilla germinada, el designio de mis antepasados.<br />

<strong>La</strong>vinia es ahora tierra y humus. Su espíritu danza en el viento de las tardes. Su cuerpo abona<br />

campos fecundos.<br />

Desde su sangre vi el triunfo de los ximiqui justicieros.<br />

Recuperaron a sus hermanos. Vencieron sobre el odio con serenidad y teas de ocote ardientes.<br />

<strong>La</strong> luz está encendida. Nadie podrá apagarla. Nadie apagará el sonido de los tambores<br />

batientes.<br />

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