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podía ser más inocente que leer historias sobre Bill, un enérgico actorzuelo que se hacía sus propios<br />

vestidos y estudiaba literatura seria; nada podía ser más candoroso que la raya de su brillante pelo<br />

castaño, y la sedosa pelusa de las sienes; nada podía ser más ingenuo... Pero qué envidia repugnante<br />

habría sentido ese individuo obsceno –sea quien fuere; se parecía un poco a mi tío Gustave, también un<br />

gran admirador de le découvert– de haber sabido que cada nervio mío aún estaba ungido y rodeado por<br />

la sensación de su cuerpo, el cuerpo de algún daimon inmortal disfrazado de niña.<br />

¿Ese cerdo rosado que era el señor Swoon estaba bien seguro de que mi mujer no había telefoneado<br />

Sí, lo estaba. Si llamaba, ¿quería decirle que nos habíamos marchado a Aunt Clares Sí, encantado.<br />

Pagué la cuenta y levanté a Lo de su sillón. Fue leyendo hasta el automóvil. Siempre leyendo, la llevé<br />

hasta una cafetería, pocas cuadras al sur. Oh, comió con buena gana. Hasta apartó su revista para comer,<br />

pero un curioso embotamiento había reemplazado su habitual vivacidad. No ignoraba que mi pequeña Lo<br />

podía ser intratable; me crucé de brazos y sonreí, esperando un estallido. No me había bañado ni<br />

afeitado. Mis nervios estaban tensos. No me gustaba el modo en que mi amante se encogió de hombros y<br />

frunció la nariz cuando intenté iniciar una conversación trivial. Con una sonrisa pregunté si Phyllis estaba<br />

al corriente de todo antes de reunirse con sus padres en Maine.<br />

—Oye: dejemos ese tema –me dijo Lo con una mueca doliente.<br />

Después intenté, también infructuosamente, de interesarla en el mapa caminero. Permítaseme recordar<br />

a mi paciente lector, cuyo apacible temperamento debió imitar Lolita, que nuestro destino era la alegre<br />

ciudad de Lepingville, cercana al hipotético hospital. Ese destino era en sí perfectamente arbitrario<br />

(como habrían de serlo, ay, muchos otros) y metí en él mis pies preguntándome cómo explicar todo ello y<br />

qué otros objetivos plausibles inventaría después de ver todas las películas de Lepingville. Humbert se<br />

sentía cada vez más incómodo. Esa sensación era muy peculiar: una tensión oprimente y horrible, como si<br />

hubiera estado sentado frente al pequeño espectro de alguien a quien había dado muerte.<br />

Al regresar al automóvil, una expresión de dolor pasó por el rostro de Lo. Volvió a pasar, más<br />

significativamente, cuando se sentó a mi lado. Sin duda la reprodujo por segunda vez para que yo<br />

reparara bien en ella. Cometí la tontería de preguntarle qué le pasaba. «Nada, estúpido», dijo. «¿Cómo»,<br />

pregunté. Permaneció callada. Dejamos Briceland. La locuaz Lo seguía en silencio. Frías arañas de<br />

pánico corrieron por mi espalda. Era una huérfana. Una niña solitaria, desamparada, con la cual un adulto<br />

había tenido un triple contacto esa misma mañana. El cumplimiento del sueño de toda mi vida, ¿había<br />

sobrepasado toda esperanza En todo caso, podía decirse que había excedido su propia marca... y se<br />

había precipitado en una pesadilla. Y permítaseme ser absolutamente franco: en el fondo de ese negro<br />

vórtice sentía de nuevo el escozor del deseo, tan monstruoso era mi apetito. A los tormentos de la culpa<br />

se mezclaba la idea agonizante de que su malhumor me prohibiría hacer el amor con ella no bien<br />

encontrara un camino tranquilo donde estacionar en paz. En otras palabras, el pobre Humbert Humbert<br />

era terriblemente desdichado, y mientras guiaba su automóvil, obstinado y demente, hacia Lepingville,<br />

hurgaba en su mente en pos de alguna broma que le diera pretexto para volverse hacia su compañera de<br />

asiento. Pero fue ella quien rompió el silencio.<br />

—Oh, una ardilla aplastada –dijo–. Qué vergüenza.<br />

—Sí, ¿no es cierto (rápido, esperanzado Humbert).<br />

—Paremos en la próxima estación de servicio –siguió Lo–. Quiero ir al cuarto de baño.<br />

—Pararemos donde quieras –dije.

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