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la pelota o pateaba el suelo, siempre tranquila, siempre indecisa en cuanto al puntuaje, siempre alegre,<br />

como pocas veces lo estaba en la vida oscura que llevaba en su hogar. Su tenis era el punto más alto a<br />

que podía llevar una criatura el arte de fingir, aunque me atrevería a decir que para ella era geometría<br />

misma de la realidad esencial.<br />

La claridad exquisita de todos sus movimientos tenía su equivalente audible en el puro sonido de<br />

cada golpe suyo. Cuando entraba en el aura de su dominio, la pelota se volvía más blanca, y su<br />

elasticidad más rica, y el instrumento de precisión que Lo empleaba sobre ella parecía desmedidamente<br />

prensil y deliberado en el momento de establecer contacto. Su estilo era, en verdad, una imitación<br />

perfecta de una campeona... sin ningún resultado utilitario. Como me dijo una vez Electra Gold –hermana<br />

de Edusa, una entrenadora maravillosamente joven–, mientras yo miraba jugar a Dolores Haze con Linda<br />

Hall (que le ganaba): «Dolly tiene un imán en el centro de su raqueta, pero, ¿por qué diablos es tan<br />

cortés» Ah, Electra, qué importaba eso, con semejante gracia... Recuerdo que en el primer juego ya me<br />

sentí inundado por una asimilación casi convulsiva y penosa de belleza. Lolita tenía un modo peculiar de<br />

levantar la rodilla izquierda doblada al iniciar el acto amplio y elástico del «saque», en el cual<br />

desarrollaba y suspendía al sol, durante un segundo, una trama vital de equilibrio entre pie en puntilla,<br />

axila prístina, brazo fulgurante y raqueta hacia atrás, mientras sonreía con dientes centelleantes al globo<br />

minúsculo, suspendido en lo alto, en el cénit del cosmos poderoso y lleno de gracia que había creado con<br />

el expreso fin de caer sobre él con un límpido zumbido de su látigo dorado.<br />

Ese «saque» tenía belleza, precisión, juventud, una pureza de trayectoria clásica, y a pesar de su<br />

instantaneidad era muy fácil devolverlo, ya que en su vuelo largo y elegante no había el menor desvío.<br />

Gimo de frustración cuando pienso que hoy podría tener inmortalizados en cintas de celuloide cada<br />

tiro suyo, cada hechizo... ¡Habrían sido tantos más que las instantáneas que quemé! Su voleo se vinculaba<br />

al «saque» como el envío a la balada; pues habían enseñado a mi chiquilla a dar unos rápidos pasillos<br />

hacia la red con sus pies ágiles, vivientes, calzados de blanco. Brazo e impulso eran indiscernibles: eran<br />

imágenes mutuamente reflejadas... mis entrañas aún se estremecen con esos estallidos reiterados por esos<br />

trémulos y los gritos de Electra. Una de las proezas de Dolly era un breve voleo que Ned Litman le había<br />

enseñado en California.<br />

Prefería representar a nadar, y nadar a jugar al tenis; pero insisto en que si algo no se hubiera roto en<br />

su interior, por su relación conmigo –¡cómo no lo advertí entonces!–, la voluntad de ganar habría<br />

coronado su forma perfecta y habría sido una verdadera campeona. Dolores con dos raquetas bajo el<br />

brazo en Wimbledon. Dolores profesional. Dolores actuando como joven campeona en una película.<br />

Dolores y su marido-entrenador, el gris, humilde y silencioso Humbert.<br />

No había en el espíritu de su juego nada avieso o torcido, a menos que consideráramos como un<br />

alarde de nínfula su alegre indiferencia por los resultados. Ella, tan cruel y astuta en la vida cotidiana,<br />

revelaba en sus «saques» una inocencia, una franqueza, una amabilidad que permitían a un jugador de<br />

segundo orden, pero resuelto, abrirse paso hacia la victoria por ineficaz que fuera. A pesar de su estatura<br />

baja, cubría con facilidad maravillosa toda la extensión de su mitad de la cancha cuando adquiría el<br />

ritmo del partido, y en la medida en que podía gobernarlo. Pero cualquier ataque repentino, cualquier<br />

súbito cambio de táctica por parte de su adversario la dejaban indefensa. Su segundo «saque» que,<br />

típicamente, era más fuerte y de estilo más firme que el primero (pues carecía de las inhibiciones<br />

características en los ganadores cautelosos) hacía vibrar las cuerdas de la red y rebotaba fuera de la<br />

cancha. La pulida gema de su envío era rechazada por un adversario que parecía tener cuatro piernas y

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