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—Muy bien. ¿En aquel bar<br />

—Sí.<br />

—Bueno, le preguntaremos al mozo.<br />

—Espera un minuto. Pensándolo bien, creo que fue más allá, doblando la esquina.<br />

—Iremos de todos modos. Entra, por favor. Bien, veamos (abrí una guía telefónica encadenada).<br />

Bibliotecas públicas... no, no es esto. Aquí está: Bares, Bar de la Colina, Bar Larkin... Y dos más. Es<br />

cuanto parece haber en Wace en materia de heladerías... al menos en la parte de comercios. Bueno,<br />

iremos a todos.<br />

—Vete al diablo —dijo.<br />

—Lo, las groserías no te llevarán a ninguna parte.<br />

—Bueno —dijo—. Pero no me atraparás. Está bien, no tomamos un helado. No hicimos más que<br />

hablar y mirar vestidos en los escaparates.<br />

—¿Cuáles ¿Este escaparate, por ejemplo<br />

—Sí, éste, por ejemplo.<br />

—Oh, Lo... Veamos de cerca.<br />

Era, en verdad, un hermoso espectáculo. Un joven atractivo estaba limpiando con una aspiradora un<br />

tapiz raído sobre el cual había dos figuras que parecían devastadas por una ráfaga de viento. Una estaba<br />

completamente desnuda, sin peluca ni brazos. Su estatura relativamente baja y su sonrisilla sugerían que,<br />

vestida, representaba —y representaría— una niña de la edad de Lolita. Pero en su estado actual carecía<br />

de sexo. Junto a ella, una novia velada, mucho más alta, perfecta e intacta, salvo la falta de un brazo. En<br />

el suelo, a los pies de esas damiselas, donde el joven trajinaba con su aspiradora, yacían tres brazos<br />

delgados y una peluca rubia. Dos de los brazos estaban retorcidos y parecían sugerir un crispado ademán<br />

de horror y súplica.<br />

—Mira, Lo —dije serenamente—. Mira bien. ¿No es éste un símbolo bastante bueno Sin embargo<br />

—agregué mientras volvíamos al automóvil—, he tomado ciertas precauciones. Aquí (abrí delicadamente<br />

la guantera), en esta libreta, tengo anotado el número del automóvil de nuestro amigo.<br />

Como buen asno que era, no lo había retenido. Cuanto quedaba de él en mi memoria era la letra<br />

inicial y la última cifra, como si todo el anfiteatro de seis signos hubiera estado dispuesto en arco<br />

cóncavo tras un vidrio coloreado, demasiado opaco para dejar traslucir las cifras centrales, pero sí lo<br />

bastante para descubrir las extremas: una P mayúscula y un 66. Debo mencionar estos detalles, porque de<br />

lo contrario el lector (¡ah, si pudiera visualizarlo como un estudioso de barba rubia y labios rosados que<br />

sorbe la pomme de sa canne mientras hojea mi manuscrito!) podría no entender el sobresalto que tuve al<br />

advertir que la P había adquirido el polisón de la B y que el 6 había desaparecido. El resto, con<br />

borroneos que revelaban el precipitado empleo del extremo de goma de un lápiz, y con algunos números<br />

desfigurados o reconstruidos por una mano infantil, presentaba una maraña de alambre de púas para<br />

cualquier interpretación lógica. Todo cuanto sabía era el estado, un estado vecino al de Beardsley.<br />

No dije nada. Volví a guardar la libreta, cerré la guantera, y salimos de Wace. Lo tomó algunas<br />

historietas del asiento posterior y, móvil-blusa-blanca, un codo bronceado fuera de la ventanilla, se<br />

concentró en la aventura trivial de un payaso. Tres o cuatro millas después de Wace, viré hacia la sombra<br />

de un terreno para picnics donde la mañana había vertido su carga de luz sobre una mesa vacía. Lo miró<br />

con una tenue sonrisa de asombro, y sin decir una palabra, le di un tremendo revés que la alcanzó en el

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