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Tomson, la señora Vecina y otras pocas personas.<br />

Mientras su lápiz-picaflor volaba delicadamente y diestramente de un punto a otro, Frederick<br />

demostró su absoluta inocencia y la distracción de mi mujer: mientras él evitaba al perro, ella resbaló<br />

sobre el asfalto recién lavado y cayó adelante, cuando en realidad debió echarse atrás (Fred demostró<br />

cómo hacerlo con un sacudón de sus altas hombreras). Dije que, en verdad, no era de él la culpa, y la<br />

investigación coincidió conmigo.<br />

Resoplando violentamente por las negras ventanas de su nariz, sacudió su cabeza y mi mano; después,<br />

con aire de perfecto savoir vivre y caballerosa generosidad, se ofreció para pagar los gastos del entierro.<br />

Esperaba que yo rehusara su ofrecimiento. Con un ebrio sollozo de gratitud, lo acepté. Eso lo<br />

desconcertó. Lentamente, con incredulidad, repitió lo que acababa de decir. Volví a agradecérselo, aún<br />

más profusamente que antes.<br />

Después de esa fantasmal entrevista, se aclaró por el momento la bruma de mi mente. ¡No era de<br />

asombrarse! Había visto concretamente al agente del destino. Había palpado la carne misma del<br />

destino... y sus hombreras. Había ocurrido una brillante, monstruosa, súbita mutación, y allí estaba el<br />

instrumento. En la maraña del diagrama (ama de casa apresurada, pavimento resbaladizo, un maldito<br />

perro, un automóvil grande, un mono sentado al volante) podía distinguir confusamente mi propia y vil<br />

contribución. De no haber sido yo tan tonto –o un genio tan intuitivo– para guardar ese diario mío, los<br />

fluidos producidos por el furor vindicativo y el ardor de la vergüenza no habrían cegado a Charlotte en su<br />

carrera hacia el buzón. Pero aun habiéndola cegado, nada habría ocurrido si el destino preciso, ese<br />

fantasma sincronizador, no hubiera mezclado en su alambique el automóvil y el perro y el sol y la sombra<br />

y la humedad y el débil y el fuerte y la piedra. ¡Adiós, Marlene! El ceremonioso apretón de manos del<br />

gordo destino (encarnado por Beale, antes de salir de mi cuarto) me arrancó de mi sopor; y lloré, señores<br />

y señoras del jurado: lloré.

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