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Si Charlotte hubiera sido Valeria, yo habría sabido cómo «manejar» la situación; y «manejar» es la<br />

palabra exacta. En aquellos días me bastaba retorcer la frágil muñeca de la gorda Valechka (se había<br />

golpeado en el suelo al caer de una bicicleta) para que cambiara inmediatamente de opinión. Pero nada<br />

semejante era posible con Charlotte. Esa suave norteamericana me asustaba. Mi leve sueño de dominarla<br />

por medio de la pasión que sentía hacia mí se reveló absolutamente equivocado. No me atrevía a hacer<br />

nada por no enturbiar la imagen mía que Charlotte adoraba. Yo la había adulado cuando ella era la<br />

terrible dueña de mi chiquilla y algo servil persistía aún en mi actitud hacia ella. El único triunfo que<br />

ocultaba en mi mano era su ignorancia de mi monstruoso amor hacia Lo. Los sentimientos de Lo con<br />

respecto a mí la fastidiaban, pero mis propios sentimientos no podía adivinarlos. Yo podía haber dicho a<br />

Valeria: «Mira, gorda tonta, c'est moi qui décide qué debe hacerse con Dolores Humbert». A Charlotte<br />

no podía decirle siquiera (con tono propiciatorio): «Excúsame, querida, pero no estoy de acuerdo.<br />

Demos a la niña una oportunidad más. Permíteme ser su tutor durante un año. Tú misma me lo pediste una<br />

vez». En realidad, no podía decir nada acerca de Lo a Charlotte sin traicionarme. ¡Oh, nadie puede<br />

imaginar (como nunca había imaginado yo mismo) lo que son esas mujeres de principios! Charlotte, que<br />

no advirtió la falsedad de todas las convenciones cotidianas y normas de conducta, de todos los<br />

alimentos y los libros y las personas que prefería, era capaz de distinguir en seguida una entonación falsa<br />

en cuanto dijera yo para tratar de retener a Lo. Era como un músico que es un individuo vulgar y odioso<br />

en la vida corriente, desprovisto de tacto y gusto, pero que oye una nota falsa con destreza diabólica.<br />

Para persuadir a Charlotte era preciso romperle la cabeza. Y si le rompía la cabeza, también se rompería<br />

la imagen que ella se había hecho de mí. Si decía: «O dispongo lo que me parece bien acerca de Lolita y<br />

tú me ayudas a hacer las cosas bien, o nos separamos en seguida», Charlotte habría empalidecido como<br />

una mujer de vidrio y habría respondido lentamente: «Muy bien. Aunque te retractes o expliques, hemos<br />

terminado». Y habríamos terminado.<br />

Ése era el lío. Recuerdo que llegué a la plaza de estacionamiento y bombee un chorro de agua con<br />

gusto a herrumbre y la bebí ávidamente, como si hubiera podido darme sabiduría mágica, juventud,<br />

libertad, una concubina menuda. Durante un instante, envuelto en mi bata púrpura, meciendo mis pies en<br />

el aire, me senté en el filo de una mesa rústica, bajo los pinos. No muy lejos, dos doncellitas con<br />

pantalones cortos y corpiños salieron de una letrina salpicada por el sol y con un letrero que decía:<br />

«Damas». Mascando su chicle, Mabel (o la doble de Mabel) pedaleaba laboriosamente, distraídamente,<br />

una bicicleta, y Marion, sacudiéndose el pelo a causa de las moscas, estaba sentada detrás, con las<br />

piernas muy abiertas. Y así, lentamente, absortas, se mezclaron con la luz y la sombra. ¡Lolita! La<br />

solución natural era eliminar a la señora Humbert. Pero ¿cómo<br />

Ningún hombre logra jamás el crimen perfecto; el azar, sin embargo, puede lograrlo. Recordemos la<br />

famosa liquidación de cierta madame Lacour, en Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un<br />

hombre desconocido, con barba, que según se pensó después había sido un amante secreto de la dama, se<br />

dirigió a ella en una calle atestada de gente, poco después de su casamiento con el coronel Lacour, y le<br />

dio tres puñaladas mortales en la espalda, mientras el coronel, una especie de pequeño bull-dog, se<br />

colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se<br />

libraba de las mandíbulas del enfurecido esposo (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al<br />

grupo), un italiano medio chiflado que vivía en la casa más cercana del lugar donde se desarrollaba la<br />

escena hizo estallar por un curioso accidente cierta clase de explosivo en el cual trabajaba y en seguida<br />

la calle se convirtió en un alboroto de humo, ladrillos que volaban y gente que disparaba. La explosión

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