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ómnibus escolar, sonriendo y guiñando un poco (descubrí ese tic nerveux porque la cruel Lo fue la<br />
primera en ridiculizarlo) estacionaba en un punto estratégico, con mi errante colegiala junto a mí en el<br />
automóvil, para observar a las niñas que salían de la escuela... una vista siempre agradable. Eso pronto<br />
empezó a hastiar a mi fácilmente hastiable Lolita, y como tenía una infantil aversión hacia los caprichos<br />
de los demás, nos insultaba a mí y a mi deseo de acariciarla mientras pequeñas morenas de ojos azules en<br />
pantalones cortos azules, o pelirrojas con boleros verdes, o rubias difusas parecidas a muchachos en<br />
pantalones descoloridos pasaban bajo el sol.<br />
Como resultado de una especie de pacto, yo propugnaba libremente, siempre que era posible, el uso<br />
de piscinas con otras niñas. Lo adoraba el agua brillante y era una excelente nadadora. Cómodamente<br />
envuelto en mi bata, me sentaba en la abundante sombra postmeridiana, después de mi propia y recatada<br />
zambullida, y allí me quedaba, con un libro en blanco o una caja de bombones, o con ambas cosas, o sólo<br />
con un escozor en mis glándulas, y la miraba chapucear, con una gorra de goma, perlada, suavemente<br />
bronceada, alegre como un anuncio en su ajustado pantaloncillo y su corpiño fruncido. ¡Encanto púber!<br />
Con qué presunción me maravillaba de que fuera mía, mía, mía, y repasaba el reciente desmayo matutino<br />
y anticipaba el del atardecer, y entrecerrando mis ojos heridos por el sol comparaba a Lolita con las<br />
demás nínfulas que el parsimonioso azar reunía para mi deleite y juicio antológicos! Y hoy, poniéndome<br />
la mano en el anheloso corazón, no creo en verdad que ninguna de ellas la superaran en su deseabilidad,<br />
o sólo la superaron en dos o tres ocasiones, a lo sumo, bajo determinada luz, con ciertos perfumes<br />
flotando en el aire... Una vez, en el caso desahuciado de una pálida niña española, hija de un noble de<br />
fuertes mandíbulas, y otra vez... mais je divague.<br />
Desde luego, tenía que andarme con tiento, plenamente consciente, en mis lúcidos celos, del peligro<br />
de esos juegos deslumbrantes. No tenía más que volverme un instante —digamos para dar unos pasos y<br />
comprobar si nuestra cabaña ya estaba lista después del cambio matutino de sábanas—, y dejar sola a Lo:<br />
al volver la encontraba, les yeux perdus, hundiendo y moviendo en el agua sus pies de largas uñas,<br />
sentada en el borde de piedra, mientras a cada lado de ella había un brun adolescent en cuclillas que<br />
habría de ser tordre (¡oh Baudelaire!) durante los meses venideros en sueños recurrentes, provocados<br />
por su belleza rojiza y los pliegues argénteos de su estómago. Traté de enseñarle a jugar al tenis para que<br />
tuviéramos más diversiones en común; pero aunque yo había sido un buen jugador en mis años mozos, me<br />
revelé pésimo como maestro. Hube, pues, de proporcionarle en California cierto número de lecciones<br />
carísimas, dadas por un famoso entrenador, un ex campeón arrugado, con un harén de discípulas. Parecía<br />
una ruina lastimosa fuera de la cancha; pero a veces, durante una lección, cuando devolvía la pelota con<br />
un golpe exquisitamente primaveral, por así decirlo, y la pelota zumbaba en el aire hacia su alumna, esa<br />
delicadeza de poder absoluto me hacía recordar que treinta años antes lo había visto en Cannes abrir al<br />
gran Gobert. Hasta que Lo empezó a tomar esas lecciones, pensé que nunca aprendería el juego.<br />
Adiestraba a Lo en la cancha de tal o cual hotel, tratando de recordar los días en que, bajo un viento<br />
caliente, entre un remolino de polvo y con una extraña lasitud, enviaba pelota tras pelota a la alegre,<br />
inocente y elegante Annabel (fulgor del brazalete, falda blanca y plegada, banda de terciopelo negro en el<br />
pelo). Cada palabra mía, cada consejo persistente no hacía más que aumentar la sombría irritación de Lo.<br />
Prefería a nuestros juegos —cosa harto curiosa—, al menos antes de que llegáramos a California,<br />
pasarse la pelota (más que un juego de verdad, ésa era una mera caza de la pelota) con una<br />
contemporánea pequeña, delgada, maravillosamente bonita en un estilo ange gauche. Servicial