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enfermera que daba masajes a la señorita Vecina todas las tardes bajaba por la estrecha acera con sus<br />

medias y zapatos blancos. Como de costumbre, el histérico setter de Junk me ladró mientras bajaba la<br />

pendiente, y como de costumbre el periódico local aguardaba a la entrada, donde Kenny acababa de<br />

arrojarlo.<br />

El día anterior había acabado el régimen de recogimiento impuesto por mí mismo, y esa tarde llamé<br />

jubilosamente al abrir la puerta de la sala. Charlotte estaba sentada ante el escritorio del rincón,<br />

volviéndome su nuca color crema y sus greñas broncíneas. Usaba la misma blusa amarilla y los<br />

pantalones castaños con que me recibió el día en que la conocí. Todavía con la mano apoyada en la<br />

falleba, repetí mi animoso grito. La mano que escribía se detuvo. Charlotte permaneció sin moverse un<br />

instante; después se volvió lentamente y apoyó el codo en el respaldo curvo de la silla. Su rostro,<br />

desfigurado por la emoción, no era un espectáculo agradable para mis ojos. Miró mis piernas y dijo:<br />

—La señora Haze, la gorda puta, la vaca vieja, la mamá abominable; la vieja estúpida Haze ha<br />

dejado de ser una incauta. Ahora... ahora...<br />

Mi rubia acusadora se detuvo, tragándose su veneno y sus lágrimas. Lo que Humbert Humbert dijo –o<br />

intentó decir– carece de importancia. Charlotte siguió:<br />

—Eres un monstruo. Eres un farsante abominable, un criminal. Si te acercas... me asomaré gritando a<br />

la ventana. ¡Atrás!<br />

Creo que puede omitirse lo que H. H. murmuró.<br />

—Me marcho esta noche. Todo esto es tuyo. Pero nunca, nunca volverás a ver a esa desgraciada<br />

mocosa. ¡Fuera de este cuarto!<br />

Salí. Me dirigí al ex-semi-estudio. Con los brazos en jarra, permanecí un instante absolutamente<br />

inmóvil y sereno, observando desde el umbral la mesita violada, con su cajón abierto, una llave en la<br />

cerradura, otras cuatro sobre la tabla de la mesa. Atravesé el descanso rumbo al dormitorio de los<br />

Humbert y con toda tranquilidad retiré mi diario de debajo de las almohadas y lo guardé en mi bolsillo.<br />

Después empecé a bajar las escaleras, pero me detuve en la mitad: Charlotte hablaba por teléfono,<br />

situado junto a la puerta lateral del cuarto de estar. Quise oír lo que decía: cancelaba un pedido por algún<br />

otro. Después volvió a la sala. Recobré el ritmo normal de mi respiración y crucé el pasillo hacia la<br />

cocina. Allí abrí una botella de whisky. Charlotte no resistía el whisky. Fui al comedor y a través de la<br />

puerta entreabierta, contemplé la voluminosa espalda de Charlotte.<br />

—Arruinas mi vida y la tuya –dije serenamente–. Seamos civilizados. Todo es alucinación tuya. Estás<br />

loca, Charlotte. Las notas que has encontrado son fragmentos de una novela. Tus nombres y el de ella<br />

figuran en ellos por mera casualidad... sólo porque los tenía a mano. Piénsalo. Te daré un trago.<br />

No respondió ni se volvió; siguió escribiendo sus vertiginosos garabatos. Una tercera carta, sin duda<br />

(ya había dos en sus sobres sellados sobre el escritorio). Volví a la cocina.<br />

Tomé dos vasos (¿a St. Algèbre, a Lo) y abrí la heladera. Me rugió frenéticamente mientras le<br />

arrancaba el hielo de su corazón. Corregirlo. Hacérselo leer de nuevo. No recordaré los detalles.<br />

Cambiar, falsificar. Escribir un fragmento y mostrárselo, o dejarlo por ahí. ¿Por qué gimen a veces tan<br />

horriblemente las canillas Una situación horrible, en verdad. Los cubitos de hielo en forma de<br />

almohadas –almohadas para el osito polar, Lo– emitieron sonidos chirriantes, crujientes, torturados,<br />

mientras el agua caliente los soltaba de sus cárceles. Acerqué los vasos. Eché en ellos el whisky y un<br />

chorro de soda. La heladera ladró al cerrarse. Llevando los vasos crucé el comedor y hablé a través de la<br />

puerta de la sala, que estaba apenas entreabierta, sin espacio siquiera para dejar pasar mi codo.

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