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conducirme como un bruto (todo esto corregido, quizá). A veces ocurre, en sueños. Pero, ¿saben ustedes<br />
qué pasa Por ejemplo, tengo un fusil. Por ejemplo, apunto contra un enemigo suave, quietamente<br />
interesado. Oh, aprieto el gatillo, pero las balas caen blandamente al suelo, una tras otra, desde el tímido<br />
cañón. En esos sueños, mi única preocupación es ocultar el fiasco al enemigo, que se aburre por<br />
momentos.<br />
Durante la comida, la vieja gata me dijo, con una ojeada de burla maternal dirigida a Lo (yo acababa<br />
de describir con locuacidad el delicioso bigote como cepillo de dientes que no estaba muy resuelto a<br />
dejarme crecer): «Es mejor que no lo haga, pues alguien se pondrá completamente chiflada». En un<br />
instante Lo empujó el plato de pescado hervido, derribando su leche, y salió del cuarto: «¿Le aburriría<br />
mucho —dijo Haze— ir a nadar mañana con nosotras al lago, si Lo se disculpa por su comportamiento»<br />
Después oí portazos y otros ruidos que provenían de cavernas estremecidas donde las dos rivales se<br />
habían trenzado.<br />
Lo no se disculpó. Nada de lago. Quizá hubiese sido divertido.<br />
Sábado. He dejado la puerta abierta durante varios días, mientras escribía en mi cuarto, pero sólo<br />
hoy ha caído en la trampa. Entre idas y venidas, pataditas y bromas adicionales (que ocultaban su<br />
turbación al visitarme sin haber sido llamada), Lo entró y después de revolotear a mi alrededor se<br />
interesó por los laberintos de pesadilla que mi pluma trazaba sobre una hoja de papel. Ah, no: no eran los<br />
resultados del inspirado descanso de un calígrafo, entre dos párrafos; eran los horrendos jeroglíficos<br />
(que ella no podía descifrar) de mi fatal deseo. Cuando Lo inclinó sus rizos castaños sobre el escritorio<br />
ante el cual estaba sentado, Humbert el Ronco la rodeó con su brazo, en una miserable imitación de<br />
fraternidad; y mientras examinaba, con cierta miopía, el papel que sostenía, mi inocente visitante fue<br />
sentándose lentamente sobre mi rodilla. Su perfil adorable, sus labios entreabiertos, su pelo suave<br />
estaban a pocos centímetros de mi colmillo descubierto, y sentía la tibieza de sus piernas a través de la<br />
rudeza de sus ropas cotidianas. De pronto, supe que podía besarla. Supe que me dejaría hacerlo, y hasta<br />
que cerraría los ojos, como enseña Hollywood. Una vainilla doble con chocolate caliente... apenas algo<br />
más insólito que eso. No puedo explicar al lector —cuyas cejas, supongo habrán viajado ya hasta lo alto<br />
de su frente calva— cómo supe todo ello; quizá mi oído de mono había percibido inconscientemente<br />
algún leve cambio en el ritmo de su respiración —pues ahora Lo no miraba de veras mi galimatías y<br />
esperaba con curiosidad y compostura (oh, mi límpida nínfula) que el atractivo huésped hiciera lo que<br />
rabiaba por hacer—. Una niña moderna, una ávida lectora de revistas cinematográficas, una experta en<br />
primeros planos soñadores, no encontrará muy raro —me dije— que un amigo mayor, apuesto, de intensa<br />
virilidad... demasiado tarde. La casa toda vibró súbitamente con la voluble voz de Louise, que contaba a<br />
la señora Haze, recién llegada de la calle, cómo ella y Leslie Thomson habían encontrado algo muerto en<br />
el sótano, y Lolita no iba a perderse semejante cuento.<br />
Domingo. Cambiante, malhumorada, alegre, torpe, graciosa, con la acre gracia de su niñez retozona,<br />
dolorosamente deseable de la cabeza a los pies (¡toda Nueva Inglaterra por la pluma de una escritora!),<br />
desde el moño hecho a toda prisa y las horquillas que sostienen el pelo hasta la pequeña cicatriz de su<br />
pierna (donde un patinador le dio un puntapié, en Pisky), un par de centímetros sobre la gruesa media<br />
blanca. Se ha ido con su madre a casa de los Hamilton, para una fiesta de cumpleaños o cosa así. Falda<br />
amplia de algodón. ¡Precioso cachorro!<br />
Lunes. Mañana lluviosa. Ces matins gris si doux... Mi pijama blanco tiene dibujos lilas en la