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dije a Lo que regresaría un minuto después. Lo recogía la pelota con su raqueta –estilo europeo que era<br />

una de las pocas habilidades aprendidas de mí– y sonrió... ¡me sonrió!<br />

Una terrible serenidad mantenía a flote mi corazón mientras seguía al botones al hotel. Para emplear<br />

un término en que descubrimiento, retribución, tortura, muerte, eternidad aparecen formulados en su<br />

expresión más simple y singularmente repulsiva, había ocurrido eso. La había dejado en muy pobre<br />

compañía, pero eso poco importaba ahora. Lucharía, desde luego. Oh, lucharía. Lo destruiría todo antes<br />

de entregarla. Sí, ésa fue toda una subida...<br />

En el escritorio, un hombre de aire digno, nariz romana y, supuse, un pasado harto oscuro que habría<br />

sido digno de una investigación, me tendió un mensaje escrito de su puño y letra. Después de todo, no<br />

habían retenido la comunicación. La nota decía:<br />

«Señor Humbert: Ha llamado la directora de la Birdsley (sic!) School. Residencia de verano:<br />

Birdsley 2-8282. Por favor, llamarla inmediatamente. Muy importante».<br />

Me metí en una cabina, tomé una pastilla y durante unos veinte minutos bregué con los espectros del<br />

espacio. Poco a poco fue haciéndose audible un cuarteto de proposiciones. Soprano: no existía ese<br />

número en Beardsley; contralto: la señorita Pratt estaba en viaje a Inglaterra; tenor: la Beardsley School<br />

no había telefoneado; bajo: cómo podían haberlo hecho, si nadie sabía que ese día estaba yo en<br />

Champion, Colorado. Cediendo a mi insistencia, el romano se tomó el trabajo de averiguar si habían<br />

llamado de larga distancia. No existía tal llamado. No se excluía la posibilidad de una broma hecha<br />

desde un teléfono local. Le agradecí. Después de una visita al cuarto de baño burbujeante y de un rápido<br />

trago en el bar, inicié el regreso. Desde la primera terraza vi, a lo lejos, en la cancha de tenis que parecía<br />

la pizarra mal borrada de un niño, a la adorada Lolita que jugaba un partido en pareja. Se movía como un<br />

ángel en medio de tres monstruos boscianos. Uno de ellos, su compañero, al cambiar de lado la golpeó<br />

familiarmente en el trasero con su raqueta. Tenía una curiosa cabeza redonda y usaba pantalones<br />

incongruentemente oscuros. Hubo una momentánea confusión y el hombre, al verme, arrojó su raqueta –<br />

¡la mía!– y subió la cuesta. Agitaba puños y codos en una imitación que pretendía ser cómica de un par de<br />

alas, mientras subía con las piernas arqueadas hacia la calle, donde lo esperaba su automóvil gris. Un<br />

momento después él y el gris habían desaparecido. Cuando bajé, el trío restante recogía las pelotas.<br />

Bill y Fay, ambos con aire muy solemne, sacudieron la cabeza.<br />

Ese intruso absurdo se había entremetido para jugar un partido de parejas, ¿no es cierto, Dolly<br />

Dolly. El mango de mi raqueta conservaba aún una tibieza repulsiva. Antes de volver al hotel la<br />

empujé hacia un sendero semioculto por arbustos fragantes, con flores como humo, y estaba a punto de<br />

estallar en sollozos deliberados para arrancarla de su sueño imperturbable del modo más abyecto y<br />

aclarar así –no importa con qué viles medios– el espanto que me poseía, cuando nos encontramos tras la<br />

pareja convulsa de los Mead –la clase de personas que en las viejas comedias aparecen en lugares<br />

idílicos–. Bill y Fay se doblaban de risa; habíamos llegado al final de una broma privada. No importaba<br />

en absoluto. Hablando como si de veras no importara, y pretendiendo que la vida seguía devanando sus<br />

placeres consabidos, Lolita dijo que tenía ganas de ponerse el traje de baño. Pasó el resto de la tarde en<br />

la piscina. Era un día espléndido. ¡Lolita!

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