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ojiblanca, de los que se venden en los mercados mexicanos, y la reproducción preferida por la clase<br />
media presuntuosamente artística, la Arlesiana de van Gogh. Una puerta abierta a la derecha dejaba ver<br />
una sala con más trastos mexicanos en una rinconera y un sofá a rayas contra la pared. Al final del pasillo<br />
había una escalera, y mientras me secaba el sudor de la frente (sólo entonces advertí el calor que hacía<br />
fuera) y miraba, por mirar algo, una pelota de tenis gris sobre un arcón de roble, me llegó desde el<br />
descanso la voz de contralto de la señora Haze, que inclinada sobre el pasamanos preguntó<br />
melodiosamente: «¿Es monsieur Humbert» La ceniza de un cigarrillo cayó como rúbrica. Después, la<br />
propia dama fue bajando los escalones en este orden: sandalias, pantalones pardos, blusa de seda<br />
amarilla, cara cuadrada. Con el índice seguía golpeando el cigarrillo.<br />
Creo que lo mejor será describirla desde ahora, para acabar con ello. La pobre señora estaba entre<br />
los treinta y los cuarenta, tenía la frente brillante, cejas depiladas y rasgos muy simples, pero no sin<br />
atracción, de un tipo que podía definirse como una copia mala de Marlene Dietrich. Palmeándose las<br />
asentaderas, me guió hasta el saloncito y hablamos un minuto sobre el incendio de McCoo y el privilegio<br />
de vivir en Ramsdale. Sus enormes ojos color verde mar tenían una curiosa manera de viajar sobre mí,<br />
evitando cuidadosamente mis propios ojos. Su sonrisa consistía apenas en levantar una ceja enigmática;<br />
estirándose desde el sofá donde hablaba, sacudía espasmódicamente su cigarrillo sobre tres ceniceros y<br />
la chimenea vecina (donde yacía el pardusco centro de una manzana roída). Era a todas luces una de esas<br />
mujeres cuyas cumplidas palabras pueden reflejar un club del libro, o un club de bridge, o cualquier otro<br />
mortal convencionalismo, pero nunca su alma; mujeres desprovistas por completo de humorismo; mujeres<br />
absolutamente indiferentes, en el fondo, a la docena de temas posibles para una conversación en una sala,<br />
pero muy cuidadosas sobre las normas de tal conversación, a través de cuyo luminoso celofán pueden<br />
distinguirse sin esfuerzo apetitosas frustraciones. Yo tenía clara conciencia de que si por una maldita<br />
casualidad llegaba a ser su huésped, ella se conduciría metódicamente según su propia concepción del<br />
hospedaje, y yo me vería otra vez atrapado en una de esas tediosas aventuras que tan bien conocía.<br />
Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo de casa, con revistas<br />
manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable hibridación entre la comedia de los llamados<br />
muebles funcionales modernos y la tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y<br />
bombillas fundidas. Me guió escaleras arriba, hasta «mi» cuarto. Lo inspeccioné a través de la bruma de<br />
mi rechazo, pero discerní sobre «mi cama» «La sonata de Kreutzer», de René Prinet. ¡Y llamaba a ese<br />
cuarto de sirvienta un «semiestudio»! ¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía<br />
considerar el precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por cuarto y<br />
pensión.<br />
Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía. Cruzamos el descanso de la escalera<br />
hacia el ala derecha de la casa, donde «Yo y Lo tenemos nuestros cuartos» (Lo debía de ser la criada), y<br />
la huéspeda-amante apenas pudo ocultar un estremecimiento cuando concedió al melindroso individuo un<br />
examen del único cuarto de baño, minúsculo y oblongo, entre el descanso y el cuarto de «Lo», con objetos<br />
blandos y mojados colgando sobre la dudosa bañera (con el signo de interrogación de un pelo en su<br />
interior); allí estaban la previsible serpiente de goma y su complemento, una cubierta rosada que tapaba<br />
tímidamente el retrete.<br />
«Veo que no se siente usted favorablemente impresionado», dijo la dama apoyando un instante su<br />
mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento —el exceso de lo que se llama «aplomo»— con<br />
una timidez y una tristeza que hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la