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Ignoro si el álbum de la alcahueta fue o no otro eslabón en la guirnalda de margaritas; lo cierto es que<br />
poco después, por mi propia seguridad, resolví casarme. Se me ocurrió que horarios regulares, alimentos<br />
caseros, todas las convenciones del matrimonio, la rutina profiláctica de las actividades de dormitorio y,<br />
acaso, el probable florecimiento de ciertos valores morales podían ayudarme, si no para purgarme de mis<br />
degradantes y peligrosos deseos, por lo menos para mantenerlos bajo mi dominio. Algún dinero recibido<br />
después de la muerte de mi padre (no demasiado: el Mirana se había vendido mucho antes), sumado a mi<br />
postura atractiva, aunque algo brutal, me permitió iniciar la busca con ecuanimidad. Después de<br />
considerables deliberaciones, mi elección recayó sobre la hija de un doctor polaco: el buen hombre me<br />
trataba sucesivamente por mis vahídos y mi taquicardia. Jugábamos al ajedrez: su hija me miraba detrás<br />
de su caballete de pintura, e introducía ojos y articulaciones –tomadas de mí– en los trastos cubistas que<br />
por entonces pintaban las señoritas cultas, en vez de lilas y corderillos. Permítaseme repetirlo con serena<br />
firmeza: yo era, y aún soy, a pesar de mes malheurs, un varón excepcionalmente apuesto; de movimientos<br />
lentos, alto, con suave pelo negro y aire melancólico, pero tanto más seductor. La virilidad excepcional<br />
suele reflejar, en los rasgos visibles del sujeto, algo sombrío y congestionado que pertenece a lo que<br />
debe ocultar. Y ése era mi caso. Muy bien sabía yo, ay, que podía obtener a cualquier hembra adulta que<br />
se me antojara castañeteando los dedos; en verdad, ya era todo un hábito mío el no mostrarme demasiado<br />
atento con las mujeres, a menos que se precipitaran, con la sangre encendida, en mi frío regazo. De haber<br />
sido yo un françáis moyen aficionado a las damas de relumbrón, podría haber encontrado fácilmente,<br />
entre las muchas bellezas enloquecidas que rompían contra mi sombrío peñasco, criaturas mucho más<br />
fascinantes que Valeria. Pero mi elección estaba condicionada por consideraciones cuya esencia era,<br />
como habría de advertirlo demasiado tarde, una lamentable transacción. Todo lo cual demuestra hasta<br />
qué punto Humbert era siempre estúpido en cuestiones de sexo.