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otro automóvil. Pero estaba demasiado impaciente para seguir su ejemplo.<br />

—¡Demonios! Parece fenómeno —observó mi vulgar amada mirando de reojo la decoración del<br />

frente, mientras se lanzaba a la llovizna audible y con mano infantil soltaba de un tirón su pollera metida<br />

en su hendidura de durazno (para citar a Robert Browing)—. Bajo las luces eléctricas, falsas hojas<br />

agrandadas de castaño envolvían columnas blancas. Un negro giboso y de cabeza cana, con uniforme<br />

raído, tomó nuestro equipaje y lo llevó lentamente al vestíbulo. Estaba lleno de ancianas y clérigos.<br />

Lolita se puso en cuclillas para acariciar a un perro de aguas de cara pálida, manchas azuladas y orejas<br />

negras que se desmayó bajo su mano —y quién no se habría desmayado, amor mío— sobre la alfombra<br />

floreada, mientras yo me abría un pasadizo hacia el escritorio a través de la multitud. Allí, un viejo calvo<br />

y porcino —todos eran viejos en ese hotel— examinó mis rasgos con una sonrisa afable, después exhibió<br />

mi telegrama (mutilado), luchó con ciertas oscuras dudas, miró el reloj y por fin dijo que lo lamentaba<br />

mucho pero que había reservado el cuarto con camas gemelas hasta las seis y media, y ya no disponía de<br />

él. Una convención religiosa se había sumado a una exposición floral en Briceland y...<br />

—El nombre —dije fríamente— no es Humberq ni Humburg, sino Herbert, quiero decir Humbert, y<br />

cualquier cuarto me es lo mismo. Bastará poner un catre para mi hija. Tiene diez años, y está muy<br />

cansada.<br />

El viejo rosado miró afectuosamente a Lo, todavía en cuclillas, escuchando de perfil, con los labios<br />

entreabiertos, lo que la dueña del perro, una anciana envuelta en velos violáceos, le decía desde las<br />

profundidades de un sillón tapizado en cretona.<br />

Las dudas —sean cuales fueren— del viejo obsceno quedaron disipadas ante la visión de ese<br />

pimpollo. Dijo que quizá tuviera —en realidad lo tenía— un cuarto con una cama doble. En cuanto al<br />

catre...<br />

—Señor Potts, ¿tenemos catres disponibles<br />

Potts, también rosado y calvo, con pelos blancos que asomaban de sus orejas y otros agujeros, dijo<br />

que vería qué podía hacerse. Fue y habló, mientras yo tomaba mi estilográfica. ¡Impaciente Humbert!<br />

—Nuestras camas dobles son triples, en realidad —dijo afablemente Potts mientras nos conducía—.<br />

En una noche de mucho público durmieron juntas tres señoras y una niña. Creo que una de las señoras era<br />

un hombre disfrazado. Sin embargo... ¿no hay un catre disponible en el 49, señor Swine<br />

—Creo que lo pidieron los Swonn —dijo Swine, el payaso viejo que me había recibido.<br />

—Nos arreglaremos de algún modo —dije—. Mi mujer quizá llegue después, pero aun así... creo que<br />

nos arreglaremos.<br />

Los dos cerdos rosados se incluyeron entre mis mejores amigos. Con la letra clara y lenta del crimen<br />

escribí: «Doctor Edgard H. Humbert e hija, calle Lawn, 342, Ramsdale». Una llave (¡342!) me fue<br />

mostrada a medias (mágico objeto a punto de ser escamoteado) y entregada al Tío Tom. Lo dejó al perro<br />

como habría de dejarme a mí algún día, se enderezó sobre sus piernas; una gota de lluvia cayó sobre la<br />

tumba de Charlotte; una negra joven y atractiva abrió la puerta del ascensor y la niña sentenciada entró<br />

seguida por su padre, que se aclaraba la garganta, y por el crustáceo Tom.<br />

Parodia de pasillo de hotel. Parodia de silencio y muerte.<br />

—Oh, es el número de nuestra casa —dijo Lo, alegremente.<br />

Había una cama doble, un espejo, una cama doble en el espejo, una puerta de ropero con espejo, una<br />

puerta de cuarto de baño ídem, una ventana azul oscuro, una cama reflejada en ella, la misma en el espejo

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