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Olmos y álamos volvían sus estremecidas espaldas contra una súbita ráfaga y una negra nube asomaba<br />
sobre la torre blanca de la iglesia de Ramsdale cuando miré en torno a mí por última vez. Dejaba en pos<br />
de aventuras desconocidas la triste casa donde había alquilado un cuarto sólo dos meses antes. Los<br />
visillos –económicos y prácticos visillos de bambú– estaban bajos. En las entradas o en la casa, su rico<br />
tejido se presta al drama moderno. Una gota de lluvia cayó sobre mis nudillos. Volví a la casa en busca<br />
de algo, mientras John acomodaba mi equipaje en el automóvil. Entonces ocurrió algo gracioso. No sé si<br />
en estas trágicas notas he destacado bastante la peculiar atracción que la apostura del autor –<br />
seudocéltico, atractivamente simiesco, juvenilmente varonil– ejercía para mujeres de toda edad y<br />
ambiente. Desde luego, tales declaraciones hechas en primera persona pueden parecer ridículas. Pero de<br />
cuando en cuando debo recordar al lector mi aspecto, así como un novelista profesional que atribuye a un<br />
personaje suyo una cierta afectación o un perro, debe mostrar esa afectación o ese perro cada vez que el<br />
personaje aparece en el curso del libro. Pero en el caso actual es aún más importante. Mi núbil Lo<br />
sucumbía al encanto de Humbert como al de la música sincopada; la adulta Lotte me quería con una<br />
pasión madura, posesiva, que ahora deploro y respeto más de lo que me tomo el trabajo de decir. Jean<br />
Farlow, de treinta y un años y absolutamente neurótica, también parecía sentir una fuerte atracción por mí.<br />
Era agradable, con algo de talle indígena a causa del matiz siena de su piel. Sus labios eran como anchos<br />
pólipos carmesíes, y cuando emitía su risa inconfundible mostraba grandes dientes romos y encías<br />
pálidas.<br />
Era muy alta, usaba pantalones con sandalias o polleras acampanadas con zapatos de bailarina, bebía<br />
cualquier alcohol fuerte en cualquier cantidad, había tenido dos abortos, escribía relatos sobre animales,<br />
pintaba, como sabe el lector, paisajes, alimentaba ya el cáncer que la mataría a los treinta y tres años y yo<br />
la encontraba sin la menor atracción. Júzguese, pues, mi alarma cuando pocos segundos antes de<br />
marcharme (estábamos en el pasillo), Jean, con sus dedos siempre trémulos, me tomó por las sienes y con<br />
lágrimas en sus brillantes ojos celestes intentó sin éxito pegarse a mis labios.<br />
—Cuídate –dijo–. Besa a tu hija por mí.<br />
Un trueno resonó en la casa toda y ella agregó:<br />
—Quizá en alguna parte, algún día, en momentos menos tristes, volvamos a vernos...<br />
(Jean, dondequiera que estés, en un espacio temporal negativo o en un tiempo espiritual positivo,<br />
perdóname todo esto, inclusive los paréntesis).