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22<br />

Creo que fue exactamente una semana después de nuestra última visita al lago cuando el correo de la<br />

tarde trajo una respuesta de la segunda señorita Phalen. La dama escribía que acababa de volver a St.<br />

Algèbre, después del entierro de su hermana: «Euphemia nunca fue la misma desde que se rompió la<br />

cadera». En cuanto a la hija de la señora Humbert, deseaba informar que ya era demasiado tarde para<br />

anotarla ese año; pero ella, la Phalen sobreviviente, estaba del todo segura de que si el señor y la señora<br />

Humbert llevaban a Dolores en enero, su admisión era cosa hecha.<br />

Al día siguiente, después del almuerzo, fui a ver a «nuestro» doctor, un tipo afable cuyo tacto<br />

admirable y su fe absoluta en unas pocas drogas patentadas encubrían su ignorancia y su indiferencia<br />

hacia la ciencia médica. El hecho de que Lo volvería a Ramsdale era un tesoro de anticipación. Debía<br />

prepararme plenamente para ese acontecimiento. En realidad, ya había empezado mi campaña antes,<br />

cuando Charlotte aún no había tomado su cruel decisión. Debía asegurarme de que cuando llegara mi<br />

encantadora niña, esa misma noche, y, después, noche tras noche, hasta que St. Algèbre me la arrebatara,<br />

tendría los medios para hacer dormir a dos personas tan profundamente que ningún sonido o roce las<br />

despertara. Durante casi todo el mes de julio ensayé con varios polvos soporíferos, experimentándolos<br />

en Charlotte, gran tomadora de píldoras. La última dosis que le di (ella pensó que era una tableta de<br />

bromuro suave para aplacar sus nervios) la derrumbó durante cuatro largas horas. Puse la radio al<br />

máximo. Le había encendido una luz en la cara. La sacudí, la pinché, la pellizqué, y nada alteró el ritmo<br />

de su respiración calma y poderosa. Sin embargo, cuando hice algo tan simple como darle un beso,<br />

despertó de inmediato, fresca y fuerte como un pulpo (y apenas pude escapar). Eso no resultaría, pensé.<br />

Había que encontrar algo más seguro. Al principio, el doctor Byron no pareció creerme cuando le dije<br />

que su última prescripción no era rival digna de mis insomnios. Sugirió que volviera a probar, y durante<br />

un momento distrajo mi atención mostrándome retratos de su familia. Tenía una hija fascinante de la edad<br />

de Dolly; pero advertí sus tretas e insistí para que me prescribiera la píldora más fuerte que existiera. Me<br />

sugirió que jugara al golf, pero acabó recomendándome algo que, según dijo, «daría buen resultado».<br />

Abrió un botiquín y tomó un frasco lleno de cápsulas de color azulvioleta, con una banda púrpura en un<br />

extremo. Dijo que acababan de lanzarse al mercado y eran especiales no para neuróticos que se<br />

tranquilizan con una prescripción de agua hábilmente administrada, sino para grandes artistas insomnes,<br />

que debían morir unas cuantas horas por día a fin de vivir siglos. Me encanta burlar a los doctores y,<br />

mientras me regocijaba interiormente, me metí las píldoras en el bolsillo encogiéndome<br />

significativamente de hombros. La verdad es que tuve que andarme con cuidado con esas píldoras. Una<br />

vez, durante otra entrevista, un estúpido lapso me hizo mencionar mi última estadía en el sanatorio; y creo<br />

que vi estremecerse las puntas de sus orejas. Como ni Charlotte ni nadie tenía la suficiente perspicacia<br />

para enterarse de mi pasado, expliqué apresuradamente que había llevado a cabo algunas investigaciones<br />

entre dementes, para una novela. Pero no importa; el viejo granuja tenía una muchachita encantadora...<br />

Salí del consultorio exultante. Conduciendo el automóvil de mi mujer con un dedo, regresé a casa<br />

alegremente. Ramsdale tenía, después de todo, muchos encantos. Las cigarras rehilaban su canto; la<br />

avenida estaba recién lavada. Suavemente, como deslizándome sobre seda, doblé hacia nuestra callecita<br />

soñolienta. Todo parecía perfecto ese día. Tan azul, tan verde... Sabía que el sol brillaba porque la llave<br />

del encendido se reflejaba en el parabrisas; y sabía que eran exactamente las tres y media porque la

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