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29<br />

Bajé del automóvil y cerré la puerta. Qué concreto, qué rotundo, se oyó ese portazo en el vacío día<br />

sin sol. Guau, comentó el perro distraídamente. Apreté el timbre, que vibró por todo mi sistema nervioso.<br />

Personne. Je resonne, Repersonne.<br />

Un par de centímetros más alta. Anteojos de armazón rosada. Nuevo peinado hacia arriba, orejas<br />

nuevas. ¡Qué simple! El momento, la muerte que había imaginado durante tres años era simple como un<br />

pedazo de madera seca. Estaba francamente, inmensamente encinta. La cabeza parecía más pequeña (sólo<br />

transcurrieron dos segundos, en realidad, pero permitidme asignarles tanta duración como puede<br />

sobrellevar la vida) y sus pálidas mejillas estaban hundidas y sus piernas y brazos desnudos habían<br />

perdido su tinte bronceado, de modo que se notaba el vello. Llevaba un vestido de algodón sin mangas,<br />

color pardo, y zapatillas de paño sucias de fango.<br />

—¡Tú! —exclamó después de una pausa, con todo el énfasis de la sorpresa y la bienvenida.<br />

—¿Tu marido está en casa —grazné, con el puño en el bolsillo.<br />

No podía matarla a ella, desde luego, como habrán pensado algunos. ¿Comprenden ustedes La<br />

quería. Era amor a primera vista, a última vista, a cualquier vista.<br />

Contra la madera astillada de la puerta, Dolly Schiller se apretó cuanto pudo (y hasta se alzó un poco<br />

de puntillas) para dejarme pasar, y quedó un instante crucificada, mirando hacia abajo, sonriendo al<br />

umbral, con sus mejillas hundidas y sus pommettes redondos, sus brazos de blancura lechosa extendidos<br />

sobre la madera.<br />

Pasé sin rozar a su criatura combada. El olor de Dolly, con un dejo de fritanga. Me castañetearon los<br />

dientes.<br />

—No, quédate fuera —dijo al perro.<br />

Cerró la puerta y me siguió con su barriga a la sala de su casa de muñecas.<br />

—Dick está allí —dijo señalando con una raqueta de tenis invisible, haciendo que mi mirada viajara<br />

desde el ocre dormitorio-sala donde estábamos, a través de la cocina y la puerta trasera, donde, en un<br />

paisaje más bien primitivo, un joven desconocido de pelo oscuro, con overall, me volvía la espalda<br />

subido a una escalera mientras fijaba algo sobre la choza de su vecino, un tipo rechoncho, con un solo<br />

brazo, que miraba hacia arriba.<br />

Ella excusó desde lejos el espectáculo: «los hombres son así...» ¿Lo llamaría<br />

No.<br />

De pie en medio del cuarto inclinado, emitiendo gruñidos interrogativos, Lo hizo ademanes javaneses<br />

que me eran familiares, con los puños y las manos, ofreciéndome en una breve exhibición de jocosa<br />

cortesía las alternativas de una mecedora y un diván (su cama, después de las diez de la noche). He dicho<br />

«familiares» porque un día ella me había recibido con esa misma danza durante su reunión en Beardsley.<br />

Los dos nos sentamos en el diván. Cosa extraña: aunque estaba como marchita, advertí definitivamente —<br />

y definitivamente tarde en el día— cuánto se parecía —siempre se había parecido— a la rosada Venus<br />

de Botticelli: la misma nariz suave, la misma belleza difusa. En mi bolsillo, mis dedos tocaron, dentro<br />

del pañuelo en que estaba envuelta, mi arma aún virgen.<br />

—No es ése el tipo que busco —dije.<br />

La difusa expresión de bienvenida desapareció de sus ojos. Frunció la frente como en los viejos,

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