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pudo analizar en palabras el cálido trueno de su susurro, y ella rió, y se apartó el pelo de la cara, y<br />

volvió a intentarlo, y a poco la curiosa sensación de vivir en un insensato mundo de sueños recién creado<br />

donde todo era lícito, se apoderó de mí, a medida que comprendía lo que mi nínfula acababa de<br />

sugerirme. Respondí que no sabía qué juego habían inventado ella y Charlie.<br />

—¿Quieres decir que nunca... <br />

Sus rasgos se torcieron en una mueca de enfadada incredulidad.<br />

—Nunca has... –empezó nuevamente–. Déjame, ¿quieres –dijo con un gemido vibrante, apartando<br />

vivamente su hombro dorado de mis labios.<br />

(Era muy curiosa esa tendencia suya –que después persistió largo tiempo– a considerar cualquier<br />

caricia, salvo los besos en la boca, como una «bobería romántica» o «anormal».)<br />

—¿Quieres decir –insistió, ahora de rodillas sobre mí– que nunca lo hiciste cuando eras niño<br />

—Nunca –respondí verazmente.<br />

—Bueno –dijo Lolita–, pues aquí empezamos.<br />

Pero no he de abrumar a mis lectores con el informe detallado de la presunción de Lolita. Básteme<br />

decir que no percibí huella de modestia en esa hermosa y recién formada, profundamente, definitivamente<br />

depravada por la coeducación moderna, las costumbres juveniles, los juegos en torno al fuego del<br />

campamento y todo el resto. Consideraba el acto en sí apenas como parte de un mundo furtivo de<br />

jovenzuelos, desconocido para los adultos. Lo que los adultos hacían con miras a la procreación no era<br />

cosa suya. Sólo el orgullo impidió a Lolita batirse en retirada; pues en mi extraña actitud fingí estupidez<br />

suprema y la dejé conducirse a su antojo... al menos mientras me fue posible. Pero en verdad éstas son<br />

cuestiones que no vienen al caso; no me interesa el llamado «sexo». Cualquiera puede imaginar esos<br />

elementos de animalidad. Una tarea más importante me reclama: fijar de una vez por todas la peligrosa<br />

magia de las nínfulas.

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