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hábilmente hacia una calleja. Un gorrión atareado con una colosal migaja de pan fue atacado por otro y<br />

perdió su migaja. Después de unas cuantas paradas y varios giros deliberados, cuando regresamos a la<br />

carretera nuestra sombra había desaparecido.<br />

Lo rió socarronamente y dijo:<br />

—Si es lo que piensas, fue una tontería escaparle.<br />

—Ahora tengo otras sospechas —dije.<br />

—Deberías... comprobarlas... no alejándote... de él... papá querido —dijo Lo, siguiendo los<br />

meandros de su propio sarcasmo—. Uf, qué malo estás —agregó con su voz habitual.<br />

Pasamos una noche lúgubre en un mal alojamiento bajo un sonoro diluvio mientras una especie de<br />

truenos prehistóricamente sonoros rodaban sobre nuestras cabezas.<br />

—No soy una dama y no me gustan los relámpagos —dijo Lo, cuyo miedo a las tormentas eléctricas<br />

me proporcionaba un patético alivio.<br />

Desayunamos en la ciudad de Soda, pobl. 1001.<br />

—A juzgar por la última cifra —dije—, Caragorda ya está aquí.<br />

—Tus chistes, querido papá, son cada vez peores —dijo Lo.<br />

Por entonces estábamos en la campiña y hubo un par de días de encantadora paz (yo había sido un<br />

tonto, todo andaba bien, esa incomodidad no era más que un flato sin salida). Al fin, las mesetas cedieron<br />

lugar a montañas verdaderas y llegamos a tiempo a Wace.<br />

Un desastre. Lolita había leído mal una fecha en el libro de viajes y las ceremonias de la Cueva<br />

Mágica ya habían terminado. Debo admitir que lo tomó con calma y cuando descubrimos que había en<br />

Wace un teatro estival en plena temporada fuimos a él una noche límpida, a mediados de junio. No podría<br />

contar el argumento de la obra que vimos. Un asunto trivial, sin duda, con rebuscados efectos de luz y una<br />

actriz mediocre. El único detalle que me agradó fue una guirnalda de siete pequeñas gracias, más o menos<br />

inmóviles, hermosamente pintadas, de miembros desnudos: siete niñas envueltas en gasas de colores,<br />

alistadas en la localidad (a juzgar por la conmoción partidaria que se producía aquí y allá, entre el<br />

público) que representaban un arco iris viviente tendido a través del último acto e interceptado por una<br />

serie de velos multiplicados. Recuerdo haber pensado que esa idea de emplear niñas en colores la habían<br />

recogido los autores, Clare Quilty y Vivian Darkbloom, de un pasaje de James Joyce, y que dos de los<br />

colores eran encantadores hasta la exasperación; el Anaranjado se movía todo el tiempo y el Esmeralda,<br />

una vez que sus ojos se habituaron a la negrura de la platea donde nos sentábamos incómodamente, sonrió<br />

de pronto a su madre o a su protector.<br />

Cuando acabó la función y el aplauso manual —sonido que mis nervios no pueden resistir— empezó<br />

a resonar en torno a mí, empecé a empujar a Lo hacia la salida, movido por mi natural impaciencia<br />

amorosa de volverla a nuestra cabina azul-neón, en la noche estrellada y maravillada: siempre digo que<br />

la naturaleza se maravilla de los espectáculos que ve. Pero Dolly-Lo se rezagó, en una rosada bruma,<br />

entrecerrando sus ojos extasiados y tan debilitados sus demás sentidos por la primacía de su vista, que<br />

sus manos blandas apenas se juntaban en el acto mecánico de aplaudir. Ya había visto actitudes<br />

semejantes en los niños, pero Dios mío, ésa era una niña especial, que observaba con expresión miope la<br />

escena ya remota mientras yo alcanzaba a ver algo de los autores comunes: el smoking de un hombre y los<br />

hombros desnudos de una mujer parecida a un gavilán, de pelo negro y altísima.<br />

—Has vuelto a lastimarme el puño, bruto —dijo Lo con una vocecilla al deslizarse en el automóvil.

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