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23<br />
Me precipité afuera. La parte opuesta de nuestra calle ofrecía un aspecto singular. Un gran Packard<br />
negro y brillante había trepado el empinado jardín de la señorita Vecina avanzando en sesgo desde la<br />
calzada (donde había caído una manta de viaje) y allí estaba, resplandeciendo al sol, con las puertas<br />
abiertas como alas, con las ruedas delanteras hundidas en las siemprevivas. A la derecha anatómica del<br />
automóvil, sobre el cuidado césped de la pendiente, un anciano caballero de bigotes blancos,<br />
impecablemente vestido –traje gris cruzado, corbata de moño a lunares– yacía de espaldas, con las<br />
piernas juntas, como una figura de cera de tamaño natural. Debo trasladar en una secuencia de palabras el<br />
impacto de una visión instantánea; su acumulación física en las páginas desfigura el verdadero fogonazo,<br />
la indisoluble unicidad de mi impresión: la manta caída, el automóvil, el muñeco-anciano, la enfermera<br />
de la señorita Vecina corriendo entre crujidos, con un vaso semivacío en la mano, de regreso hacia la<br />
oculta entrada de la casa, donde podía imaginarse a la semidesvanecida, aprisionada, decrépita dama<br />
chillando, pero no bastante fuerte como para apagar los ladridos rítmicos del setter de Junk, que corría de<br />
grupo en grupo, desde un montón de vecinos ya reunidos en la acera junto a la manta que estaba<br />
registrando, hacia el automóvil –que había perseguido hasta allí– y por fin hasta un tercer grupo formado<br />
por Leslie, dos policías y un hombre fornido de anteojos de carey. Debo explicar aquí que la inmediata<br />
aparición de los gendarmes, apenas un minuto después del accidente, se debió a que apuntaban el número<br />
de los automóviles ilegalmente estacionados en una esquina, a dos cuadras de la pendiente; que el tipo de<br />
anteojos era Frederick Beale, hijo, conductor del Packard; que su padre, de setenta y nueve años, a quien<br />
la enfermera había echado agua en el verde lecho donde yacía, no era víctima de un síncope, sino que se<br />
recobraba cómodamente y metódicamente de un leve ataque cardíaco, o de su posibilidad; y por fin, que<br />
la manta caída sobre la calzada (cuyas rajaduras verdes y retorcidas solía señalarme con reprobación mi<br />
mujer) ocultaba los restos mutilados de Charlotte Humbert, derribada y arrastrada por el automóvil de<br />
los Beale al cruzar corriendo la calle para echar tres cartas en el buzón, situado en la esquina del jardín<br />
de la señorita Vecina. Una bonita niña con un sucio vestido rosa me alcanzó las cartas; me libré de ellas<br />
rompiéndolas en pedazos y guardando sus restos en el bolsillo de mi pantalón.<br />
Al fin llegaron tres doctores y los Farlow para sumarse a la escena. El viudo, un hombre de<br />
excepcional dominio, no lloraba ni desvariaba. Quizá tartamudeaba un poco, pero sólo abría la boca para<br />
impartir las informaciones o directivas que eran estrictamente necesarias en cuanto a la identificación,<br />
examen y destino de una mujer muerta, cuya cabeza era una sopa de huesos, sesos, pelo broncíneo y<br />
sangre. El sol era todavía de un rojo brillante cuando sus dos amigos, el cariñoso John y Jean, con los<br />
ojos húmedos, lo acostaron en el cuarto de Dolly. Para estar cerca, el matrimonio durmió esa noche en el<br />
dormitorio de los Humbert. Creo que no se comportaron tan inocentemente como la solemnidad de la<br />
ocasión lo requería.<br />
No hay motivos para que me demore, en la relación de estos hechos, sobre las formalidades previas<br />
al entierro o en el entierro mismo, tan apacible como lo había sido el matrimonio. Pero debo referir unos<br />
pocos incidentes relativos a los cuatro o cinco días posteriores a la absurda muerte de Charlotte.<br />
La primera noche de mi viudez me emborraché tanto que dormí casi tan profundamente como la niña<br />
que había dormido en esa cama. A la mañana siguiente me apresuré a revisar los pedazos de cartas que<br />
guardaba en mi bolsillo. Estaban demasiado mezclados para reconstruir cada una de ellas. Supuse que