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En ese solitario paradero entre Coalmont y Ramsdale (entre la inocente Dolly Schiller y el jovial tío<br />

Ivor), examiné de nuevo la situación. Volvía a verme juntamente con mi amor, con la mayor claridad. Los<br />

intentos previos parecían fuera de foco, comparados con éste. Un par de años antes, guiado por un<br />

inteligente confesor de habla francesa al que había revelado en un momento de curiosidad metafísica, un<br />

ocre ateísmo de protestante hacia la anticuada salvación papal, esperaba deducir de mi sentido del<br />

pecado la existencia de un Ser Supremo. En esas heladas mañanas de la escarchada Quebec, el buen<br />

sacerdote trabajó en mí con finísima ternura y comprensión. Le estoy infinitamente agradecido a él y a la<br />

institución que representaba. Pero, ay, me sentía incapaz de trascender el simple hecho humano de que<br />

ningún solaz espiritual que pudiera encontrar, ninguna eternidad litofánica que pudiera entregárseme,<br />

nada podía hacer que mi Lolita olvidara la insensata lujuria que le había contagiado. A menos que se me<br />

pruebe —a mí tal como soy ahora, con mi corazón y mi barba y mi putrefacción— que en el infinito no<br />

importa un comino que una niña norteamericana llamada Dolores Haze haya sido privada de su niñez por<br />

un maniático, a menos que se me pruebe eso (y si tal cosa es posible, la vida es una broma), no concibo<br />

para tratar mi miseria sino el paliativo melancólico y demasiado local del arte anticuado. Para citar a un<br />

viejo poeta:<br />

The moral sense in mortals is the duty<br />

We have to pay on mortal of beauty. [21]

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