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con ese sueño sus archivos. Por desgracia, el resto era francamente ecléctico. La Haze mayor y la Haze<br />

menor corrían a caballo en torno al lago, y yo también corría, meciendo diestramente mi cuerpo, con las<br />

piernas arqueadas por la montura, aunque no había ningún caballo entre ellas: sólo el aire elástico —una<br />

de esas pequeñas omisiones debidas a la distracción del agente que sueña-.<br />

Sábado. El corazón sigue saltando en el pecho. Aún me retuerzo y emito graves lamentos al recordar<br />

mi turbación. Vista dorsal. Vislumbre de piel sedosa entre camisa en T y pantalones de gimnasia blancos.<br />

Inclinada sobre el alféizar de una ventana, en el acto de arrancar hojas de un álamo y sosteniendo al<br />

mismo tiempo una charla torrencial con un chico vendedor de diarios, abajo (Kenneth Knigth, supongo),<br />

que acababa de lanzar el Ramsdale Journal en la entrada con un envío muy preciso. Empecé a<br />

deslizarme hacia ella. Mis brazos y piernas eran superficies convexas entre las cuales —más que sobre<br />

las cuales— avanzaba lentamente, mediante algún modo neutro de locomoción: Humbert, la Araña<br />

Herida. Debí tardar horas en llegar hasta ella: creía verla por el extremo opuesto de un telescopio, y me<br />

movía como un paralítico, con miembros blandos y deformes, en una terrible concentración. Al fin estuve<br />

tras ella, cuando tuve la desgraciada idea de hacerle una broma —sacudiéndola por la nuca o algo<br />

semejante, para encubrir mi verdadero manège—, y ella chilló con un agudo y breve gemido: «¡Sal de<br />

ahí!» (qué grosera, la tunanta), y con una mueca horrible Humbert el Humilde se batió en fúnebre retirada,<br />

mientras ella seguía parloteando hacia la calle.<br />

Pero oigamos lo que ocurrió después... Acabado el almuerzo, me recliné en una silla baja, para tratar<br />

de leer. De pronto, dos hábiles manitas me cubrieron los ojos: se había deslizado por detrás, como<br />

reiterando, en la secuencia de un ballet, mi maniobra matutina. Al tratar de interceptar el sol, sus dedos<br />

eran un carmesí luminoso, contenía apenas la risa y brincaba a uno y otro lado, mientras yo extendía los<br />

brazos a derecha e izquierda, hacia atrás, aunque sin cambiar de posición. Mi mano corrió sobre sus<br />

ágiles piernas, el libro partió de mi regazo como un trineo y la señora Haze apareció para decir<br />

indulgentemente: «Dele una tunda si interrumpe sus meditaciones de estudioso. Cómo me gusta este jardín<br />

(no había entonación exclamativa en su voz). No es divino el sol (tampoco había entonación<br />

interrogativa)». Y con un suspiro de fingida satisfacción, la odiosa señora se sentó en tierra y miró el<br />

cielo, echándose atrás y apoyándose sobre las manos abiertas. Entonces una vieja pelota gris de tenis<br />

rebotó sobre ella. La voz de Lo llegó arrogante desde la casa: «Pardon-nez, madre. No le apuntaba a<br />

usted». Desde luego que no, mi dulce amor.

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