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Hice lo posible, excelencia, para resolver el problema de los muchachos. Hasta leía en el Beardsley<br />
Star una sección para menores, con el objeto de saber cómo conducirme.<br />
«Un consejo a los padres. No deben espantar al amigo de su hija. Quizá no sea fácil comprender que<br />
los muchachos empiezan a encontrarla atractiva. Para los padres, ella es todavía una niña. Para los<br />
muchachos, es encantadora y divertida, atractiva y alegre. Les gusta. Hoy los padres hacen grandes<br />
negocios en sus oficinas, pero ayer no eran más que el escolar Jim que llevaba los libros de la colegiala<br />
Jane. ¿Recuerdan ustedes ¿Pretenden ustedes que sus hijas, ahora que ha llegado su momento, no sean<br />
felices en la compañía y la admiración de los muchachos que les gustan ¿No quieren que se diviertan<br />
juntos<br />
¿Divertirse juntos ¡Dios mío!<br />
«¿Por qué no tratar a los jóvenes como huéspedes de la casa ¿Por qué no conversar con ellos ¿Por<br />
qué no atraerlos, hacerlos reír y sentirse cómodos<br />
Bienvenido, amigo, a este burdel.<br />
«Si ella viola las normas, no se debe perder la calma frente a su compañero de delito. Que sea objeto<br />
de la ira paterna en privado. Y que los muchachos no sigan creyéndola hija de un viejo ogro».<br />
Ante todo, el viejo ogro hizo una lista de cosas «absolutamente prohibidas» y otra de «permitidas con<br />
restricciones». Absolutamente prohibidas eran las salidas —a solas, en parejas o en grupos de tres— y,<br />
desde luego, las orgías en masa. Lolita podía visitar la confitería con sus amigas y allí charlar con<br />
jovenzuelos ocasionales, mientras yo esperaba en el automóvil, a una distancia discreta. Y le prometí que<br />
si su grupo era invitado por un grupo socialmente aceptable al baile anual de la Academia Butler para<br />
Jóvenes (fuertemente custodiada, desde luego), consideraría la posibilidad de si una niña de catorce años<br />
puede vestir su primer traje «formal», una especie de túnica que convierte a las niñas de brazos delgados<br />
en flamencos. Además, le prometí dar en nuestra casa una reunión a la que podría invitar a sus amigas<br />
más bonitas y a los jovencitos más simpáticos que hubiera conocido en el baile de la Academia. Pero me<br />
mostré terminante en un punto: mientras durara mi régimen, nunca, nunca le permitiría ir con un joven en<br />
celo al cinematógrafo, ni abrazarse en un automóvil, ni asistir a reuniones mixtas en casas de camaradas,<br />
ni trabar conversaciones telefónicas fuera del alcance de mi oído, aunque no hiciera más que «discutir<br />
sus relaciones con una amiga».<br />
Todo ello enfureció a Lo y la hizo llamarme «maldito piojoso» y cosas aún peores. Yo habría<br />
perdido los estribos de no haber descubierto muy pronto que lo que la irritaba no era el verse privada de<br />
una satisfacción específica, sino de un derecho general. Como puede verse, yo atacaba el programa<br />
convencional, los pasatiempos constituidos, las «cosas que se hacen», la rutina de la juventud. Porque<br />
nadie es más conservador que un niño, sobre todo una niña, por más que se trate de la nínfula más castaña<br />
y encendida, más mitopoética en el halo de un jardín de octubre.<br />
No deseo que se me interprete mal. No puedo estar absolutamente seguro de que durante el invierno<br />
Lo se abstuvo de tener, de manera fortuita, contactos impropios con jóvenes desconocidos; desde luego,<br />
por más minuciosamente que vigilara sus ocios, se producían sin cesar intervalos con explicaciones<br />
elaboradísimas para llenarlos; desde luego, mis celos solían atrapar sus garras melladas en la sutil<br />
urdimbre de la falsedad ninfúlica. Pero sentía distintamente — y ahora puedo garantizar lo acertado de tal