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ahora aquella inocente fluorescencia, un resfriado había pintado de rojo llameante las aletas de su<br />
desdeñosa nariz. Como aterrorizado desvié mi mirada, que se deslizó mecánicamente por el lado interno<br />
de sus piernas desnudas, muy estiradas. ¡Qué pulidas y musculosas me parecieron! Sus ojos muy abiertos,<br />
grises como nubes y ligeramente inflamados, seguían fijos en mí y a través de ellos descifré el<br />
pensamiento de que al cabo Mona podía estar en lo cierto, de que quizá fuera posible denunciarme sin<br />
exponerse a ser castigada. Qué equivocado había estado. ¡Qué loco había sido! Todo en ella pertenecía<br />
al mismo orden exasperante e impenetrable, la tensión de sus piernas bien formadas, la planta sucia de su<br />
calcetín blanco, el sweater grueso que llevaba a pesar de estar en un cuarto cerrado, su olor joven y<br />
sobre todo el borde de su cara, con su arrebol artificial y sus labios recién pintados. El rojo había<br />
manchado los dientes delanteros y me asaltó un recuerdo horrible: una imagen que no era de Monique,<br />
sino de otra joven, siglos atrás, elegida por otro antes de que yo tuviera tiempo para resolver si su sola<br />
juventud alejaba el riesgo de contraer una enfermedad espantosa, y que tenía los mismos pómulos<br />
encendidos y prominentes, una maman muerta, grandes dientes delanteros y un pedazo de roja cinta<br />
mugrienta en el pelo castaño.<br />
—Bueno, habla –dijo Lo–. ¿Te ha satisfecho la averiguación<br />
—Oh, sí –dije–. Perfecta. Sí... Y no dudo que entre las dos inventasteis la cosa. En realidad, no dudo<br />
que le has dicho todo sobre nosotros.<br />
—Ah, ¿sí...<br />
Dominé mi respiración y dije:<br />
—Dolores, esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a sacarte de Beardsley, a encerrarte ya sabes<br />
dónde, pero esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a llevarte en el tiempo necesario para que hagas tu<br />
valija. Esto tiene que acabar, o sucederá cualquier cosa.<br />
—Sucederá cualquier cosa, ¿eh...<br />
Arrebaté el banquillo que mecía con su talón y su pie cayó con ruido al suelo.<br />
—¡Eh, despacio! –gritó.<br />
—Ante todo, vete arriba –grité a mi vez, mientras la asía y la obligaba a levantarse.<br />
A partir de ese momento ya no contuve mi voz y ambos nos gritamos y ella dijo cosas que no pueden<br />
imprimirse. Dijo que me odiaba. Me hizo muecas monstruosas, inflando los carrillos y produciendo un<br />
sonido diabólico. Dijo que yo había intentado violarla varias veces cuando era inquilino de su madre.<br />
Dijo que estaba segura de que yo había asesinado a su madre. Dijo que se acostaría con el primer tipo<br />
que se le antojara y que no podía impedírselo. Dijo que subiría a su cuarto y me mostraría todos sus<br />
escondrijos. Fue una escena estridente y odiosa. La tomé por el puño nudoso, que ella retorcía tratando<br />
subrepticiamente de encontrar un punto débil para librarse en un momento favorable. Pero yo la retuve<br />
con fuerza y en verdad la lastimé bastante (¡así se pudra por ello mi corazón!) y una o dos veces sacudió<br />
el brazo con tal violencia que temí romperle el puño. Mientras tanto, me miraba con esos ojos<br />
inolvidables en que luchaban la fría ira y las lágrimas ardientes, y nuestras voces cubrían la campanilla<br />
del teléfono, y cuando advertí que llamaba escapó en un segundo.<br />
Como a los personajes de las películas, parecen asistirme los servicios de la machina telephonica y<br />
su dios repentino. Esa vez fue una vecina enfurecida. La ventana de la derecha estaba abierta en la sala –<br />
felizmente, con el visillo corrido– y tras ella la noche negra y húmeda de una destemplada primavera de<br />
Nueva Inglaterra nos había escuchado, conteniendo el aliento. Siempre he creído que este tipo de<br />
solterona con mente obscena era el resultado de una cría considerablemente literaria en la ficción