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Ahora, al recorrer las páginas que siguen, el lector deberá tener presente no sólo el circuito general<br />
esbozado más arriba, con sus muchos desvíos y guaridas para turistas, sino también el hecho de que lejos<br />
de ser una indolente partie de plaisir nuestra gira era un duro, retorcido desarrollo teológico, cuya única<br />
raison d'étre (esos clichés franceses son sintomáticos) era mantener a mi compañera en un humor<br />
aceptable, entre beso y beso.<br />
Hojeando ese libro de viajes destrozado, evoco confusamente ese Jardín Magnolia, en un estado<br />
sureño, que me costó cuatro dólares y que, según el anuncio del libro, debe visitarse por tres razones:<br />
porque John Glasworthy (un escritor de mala muerte, pesado como una piedra) lo aclamó como el jardín<br />
más encantador del mundo; porque en 1900 la Guía Baedeker lo señaló con una estrella; y por fin,<br />
porque... oh, lector, mi lector, adivínalo... porque las niñas (y por Júpiter, ¿no era mi Lolita una niña)<br />
«caminarán con ojos como estrellas, llenas de reverencia, por ese anticipo del cielo, absorbiendo una<br />
belleza que influirá sobre su vida toda».<br />
—No sobre la mía —dijo acerbamente Lo, sentándose en un banco con los suplementos de dos<br />
diarios dominicales en su regazo encantador.<br />
Pasamos y repasamos por toda la gama de restaurantes camineros de los Estados Unidos, desde el<br />
humilde oeste con la cabeza de ciervo (oscura huella de larga lágrima en el ángulo del ojo), tarjetas<br />
postales «humorísticas» del tipo «Kurort» posterior, fichas de huéspedes empaladas, visiones de helados<br />
celestiales, media torta de chocolate bajo una campana de vidrio y varias moscas horriblemente<br />
experimentadas, zigzagueando sobre la azucarera, en el innoble mostrador, hasta los lugares caros, con<br />
luces amortiguadas, manteles de absurda pobreza, mozos ineptos (expresidiarios o alumnos secundarios),<br />
la espalda ruana de una actriz de cine, las cejas como piel de marta de su galán del momento y una<br />
orquesta con trompetas.<br />
Inspeccionamos la estalagmita más grande del mundo en una cueva donde tres estados sureños<br />
celebran una reunión de familia; admisión según la edad; adultos, un dólar; menores, dieciséis céntimos.<br />
Un obelisco de granito que conmemora la batalla de Blue Licks (huesos viejos y cerámica india en el<br />
museo inmediato): Lo, diez céntimos; muy razonable. La cabaña de troncos donde nació Lincoln. Un canto<br />
rodado, con una placa, en memoria del autor de Árboles (estamos ahora en Poplar Cove, N. C., a donde<br />
hemos llegado, por lo que mi amable, tolerante y, por lo común, contenido libro de viajes llama «un<br />
camino muy estrecho, en pésimo estado», cosa que suscribo). Desde una lancha manejada por un ruso<br />
blanco entrado en años, pero aún repulsivamente apuesto (un barón, según decían: las palmas de Lo<br />
estaban húmedas, ¡la muy tonta!), que había conocido en California al buen viejo Maximovich y a<br />
Valeria, pudimos distinguir la inaccesible «colonia de los millonarios» en una isla, un poco alejada de la<br />
costa de Georgia. Seguimos inspeccionando; una colección de tarjetas postales de hoteles europeos en un<br />
museo dedicado a curiosidades, en un lugar de Mississippi, donde reconocí con una cálida oleada de<br />
orgullo una fotografía en colores del Mirana paternal, sus toldos a rayas, su pabellón ondulado sobre las<br />
palmeras retocadas, «¿Y qué», dijo Lo, mirando de reojo al dueño bronceado de un lujoso automóvil<br />
que nos había seguido hasta la Mansión de las Curiosidades. Reliquias de la era del algodón. Una selva<br />
en Arkansas y, sobre el hombro tostado de Lo, una hinchazón rosa-púrpura (obra de algún jején) cuyo<br />
veneno de hermosa transparencia extraje apretando con las largas uñas de mis pulgares, para succionar