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14<br />
Almorcé en la ciudad: hacía años que no sentía tanta hambre. Cuando volví a mi vagabundeo, la casa<br />
seguía sin Lolita. Pasé la tarde pensando, proyectando, dirigiendo dichosamente mi experiencia de la<br />
mañana.<br />
Me sentía orgulloso de mí mismo. Había hurtado la miel de un espasmo sin perturbar la moral de una<br />
menor. No había hecho el menor daño. El mago había echado leche, melaza, espumoso champaña en el<br />
blanco bolso nuevo de una damita, y el bolso estaba intacto. Así había construido, delicadamente, mi<br />
sueño innoble, ardiente, pecaminoso, pero Lolita estaba a salvo, y también yo. Lo que había poseído<br />
frenéticamente, cobijándolo en mi regazo, empotrándolo, no era ella misma, sino mi propia creación, otra<br />
Lolita fantástica, acaso más real que Lolita. Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni<br />
conciencia, sin vida propia.<br />
La niña no sabía nada. No le había hecho nada. Y nada me impedía repetir una maniobra que la había<br />
afectado tan poco, como si hubiera sido ella una imagen fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un<br />
humilde encorvado que se atormentaba a sí mismo en la oscuridad. La tarde siguió fluyendo, en maduro<br />
silencio, y los altos árboles llenos de savia parecían saberlo todo; el deseo, aún más intenso que antes,<br />
empezó a dolerme de nuevo. Que vuelva pronto, rogué, dirigiéndome a un Dios prestado. Que mientras<br />
mamá esté en la cocina, podamos representar nuevamente la escena del escritorio. Por favor, la adoro tan<br />
horriblemente...<br />
No. «Horriblemente» no es el término exacto. El júbilo con que me llenaba la visión de nuevos<br />
deleites no era horrible, sino patético. Patético, porque a pesar del fuego insaciable de mi apetito<br />
venéreo, me proponía con la fuerza y resolución más fervientes proteger la pureza de esa niña de doce<br />
años.<br />
Ahora, vean ustedes cuál fue el premio de mis angustias. Lolita no regresó a casa: se había ido con<br />
los Chatfield a un cinematógrafo. La mesa estaba puesta con más elegancia que de costumbre: hasta había<br />
candelabros, qué les parece. Envuelta en su aura nauseabunda, la señora Haze tocó los cubiertos a ambos<br />
lados de su plato como si hubieran sido teclas de un piano, y sonrió a su plato vacío (estaba a dieta), y<br />
dijo que ojalá me gustara la ensalada (receta tomada de una revista). Dijo que ojalá me gustara el<br />
picadillo frío, también. Había sido un día perfecto. La señora Chatfield era una persona encantadora.<br />
Phyllis, su hija, se marchaba a un campamento veraniego al día siguiente. Por tres semanas. Había<br />
resuelto que Lolita iría el jueves. En vez de esperar hasta el mes próximo como habían planeado al<br />
principio. Y se quedaría allí después de que Phyllis regresara. Hasta que empezaran las clases. Una<br />
perspectiva maravillosa. Dios mío.<br />
Oh, caí de las nubes. ¿No significaba eso que perdía a mi amada, precisamente cuando la había hecho<br />
mía en secreto Para explicar mi humor tétrico debí recurrir al mismo dolor de muelas ya simulado en la<br />
mañana. Debió ser un molar enorme con un absceso grande como una guinda.<br />
—Tenemos un dentista excelente –dijo Haze–. Era nuestro vecino. El doctor Quilty. Primo o tío, creo,<br />
del autor teatral. ¿Cree usted que le pasará Bueno, como quiera. En el otoño haré que «ate» un poco a<br />
Lolita, como decía mi madre. Quizá la sosiegue un poco. Temo que le haya fastidiado mucho estos días.<br />
Tendremos no pocos encontronazos antes de que se marche. Se negó resueltamente a partir, y confieso<br />
que la dejé con los Chatfield porque temía enfrentarla a solas. La película quizá la dulcifique. Phyllis es