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chaquetas y camisas chillonas, que adelantan vigorosamente, casi priápicamente, sus pulgares rígidos<br />
para tentar a las mujeres solitarias, o a oscuros viajeros de gustos extraños.<br />
«Llevémoslo», solía suplicar Lo, restregando sus rodillas de un modo peculiar, cuando algún pollex<br />
particularmente repulsivo, algún hombre de mi edad y espaldas anchas, con la face à claques de un actor<br />
sin empleo, caminaba hacia atrás, casi bajo las ruedas de nuestro automóvil.<br />
Oh, tenía que vigilar con ojos atentos a Lo, a la voluble Lolita... Quizá a causa del constante ejercicio<br />
amoroso, a pesar de su aspecto infantil, irradiaba cierto lánguido fulgor que provocaba en los tipos de las<br />
estaciones de servicio, en los mozos de hotel, en los dueños de automóviles lujosos, en los jovenzuelos<br />
tostados junto a piletas azulinas estallidos de concupiscencia que habrían acicateado mi orgullo de no<br />
haber lacerado mis celos. Pues Lolita tenía conciencia de ese fulgor suyo, y solía pescarla coulant un<br />
regard hacia algún macho atractivo, algún mono grasiento de musculosos brazos dorados y con reloj<br />
pulsera en el puño, y no bien volvía mi espalda para comprar a Lo un caramelo, oía que ella y el rubio<br />
mecánico estallaban en una perfecta canción de risas amorosas.<br />
Durante nuestras paradas más prolongadas, cuando descansaba después de una mañana<br />
particularmente violenta y la bondad de mi corazón apaciguado me había inducido a permitirle —<br />
¡indulgente Hum!— una visita al jardín o la biblioteca infantil, en la acera opuesta, en compañía de la fea<br />
Mary y el hermano de Mary (ocho años), ambos hijos de nuestro vecino de acoplado, Lo volvía una hora<br />
después, mientras Mary, descalza, arrastrándose bastante más lejos, y el chiquillo aparecían<br />
metamorfoseados en dos rubios horrores de la escuela secundaria, todo músculo y gonorrea. Mi lector<br />
podrá imaginar muy bien cuál era mi respuesta cuando —con bastante timidez, lo admito— Lo me<br />
preguntaba si podía ir con Carl y Al a la pista de patinaje.<br />
Recuerdo la primera vez, una tarde polvorienta y ventosa, que la dejé ir a la pista. Cruelmente, dijo<br />
que no sería divertido si yo la acompañaba, ya que esa parte del día se reservaba a los menores de edad.<br />
Concertamos un pacto: me quedé en el automóvil, entre otros automóviles (vacíos) con sus hocicos<br />
vueltos hacia la pista al aire libre con techo de lona, donde unos cincuenta jóvenes, casi todos en parejas,<br />
daban vuelta tras vuelta al compás de una música mecánica. El viento plateaba los árboles. Dolly usaba<br />
blue jeans y botines blancos, como casi todas las niñas. Yo contaba las revoluciones de la multitud sobre<br />
patines, cuando de pronto la perdí de vista. Cuando volvió a pasar, estaba con tres muchachones, los<br />
cuales un momento antes —yo los había escuchado desde fuera— habían analizado a las niñas<br />
patinadoras, se habían burlado de una encantadora jovencita de piernas desnudas que había aparecido<br />
con faldas rojas, y no con esos pantalones o blue jeans.<br />
En las estaciones de la policía caminera al entrar en Arizona o California, el primo de un policía<br />
solía mirarnos con tal intensidad que mi pobre corazón desfallecía. «¿Solitos», preguntaba, y cada vez<br />
mi dulce tontuela reía. Aún conservo, vibrando en mi nervio óptico, visiones de Lo a caballo, un eslabón<br />
en la cadena de una excursión guiada a través de un sendero para jinetes: Lo se mecía al tronco de su<br />
cabalgadura, una vieja cabalgadura al frente y un ranchero atildado y obsceno, de pescuezo rojo, iba<br />
detrás; y yo tras él, odiando su gorda espalda de camisa floreada con más violencia con que un conductor<br />
odia a un camión lento en un camino de montaña. O bien, en un refugio para esquiadores, la veía alejarse<br />
flotando, celestial y solitaria, en un etéreo telesilla, cada vez más alto, hasta una cumbre centelleante<br />
donde alegres atletas tomados del talle la esperaban a ella, a ella...<br />
En cada ciudad donde nos deteníamos yo preguntaba, con mi cortés estilo europeo, por las piscinas,<br />
museos, escuelas locales, el número de niños en la escuela más próxima, etc. Y a la hora en que pasaba el