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habían abatido a su mamá. En el cajón de los guantes... ¿o en el bolso de Gladstone ¿Esperaría una hora<br />

más para acercarme de nuevo La ciencia de la ninfulomanía es harto precisa: un contacto real me haría<br />

desbordarme en un segundo. Tardaría diez segundos separado por un espacio de un milímetro. Resolví<br />

esperar.<br />

No hay nada más ruidoso que un hotel norteamericano; y se suponía que ése era un lugar tranquilo,<br />

agradable, anticuado, hogareño..., ideal para un «vida apacible» y todo ese tipo de boberías. El chirrido<br />

de la puerta del ascensor –a varios metros al noroeste de mi cabeza, pero que oía tan nítidamente como si<br />

hubiera estado dentro de mi sien– alternó hasta mucho después de medianoche con los zumbidos y<br />

estallidos de las varias evoluciones de la máquina. De cuando en cuando, inmediatamente al este de mi<br />

oreja izquierda (téngase presente que yo continuaba de espaldas, sin atreverme a dirigir mi lado más vil<br />

hacia la cadera nebulosa de mi compañera de lecho), el corredor vibraba con alegres, resonantes e<br />

ineptas exclamaciones que terminaban en una descarga de despedidas. Cuando eso terminaba, empezaba<br />

un inodoro inmediatamente al norte de mi cerebro. Era un inodoro viril, enérgico, bronco y fue usado<br />

muchas veces. Sus regurgitaciones, sus sorbidos y sus corrientes posteriores sacudían la pared a mis<br />

espaldas. Después, alguien situado en dirección sur se descompuso de manera extravagante y vomitó casi<br />

su vida juntamente con su alcohol, y su inodoro resonó como un verdadero Niágara, justo al lado de<br />

nuestro cuarto de baño. Y cuando por fin las cataratas enmudecieron y todos los cazadores encantados<br />

conciliaron el sueño, la avenida bajo la ventana de mi insomnio, al oeste de mi vigilia –una digna, neta<br />

avenida eminentemente residencial, de árboles inmensos– degeneró en vil pavimento de camiones que<br />

rugieron en la noche de viento y lluvia.<br />

¡Y a pocos centímetros de mi vida quemante estaba la nebulosa Lolita! Después de una larga vigilia<br />

sin abandono, mis tentáculos avanzaron hacia ella, y esta vez el crujido del colchón no la despertó. Me<br />

las compuse para aproximar tanto mi cuerpo voraz junto al de ella, que sentí el aura de su hombro<br />

desnudo como un tibio aliento sobre mi mejilla. Entonces se sentó, balbuceó, murmuró algo con insensata<br />

rapidez acerca de botes, tiró de las sábanas y volvió a hundirse en su inconsciencia oscura, poderosa,<br />

joven. Cuando volvió a acostarse, en su abundante flujo de sueño –un instante antes dorado, ahora luna–,<br />

su brazo me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi abrazo sin<br />

advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, sólo en el murmullo neutro y quejoso de una niña que exige<br />

su descanso natural. Y la situación fue otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia<br />

Humbert, Humbert con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.<br />

Yo necesitaba un viajecillo hasta el cuarto de baño en busca de un vaso de agua –que es la mejor<br />

medicina que conozco para mi caso, salvo la leche con rabanitos–. Y cuando regresé a la extraña<br />

atmósfera de pálidas franjas donde las ropas viejas y nuevas de Lolita se reclinaban en diversas actitudes<br />

de encantamiento sobre muebles que parecían flotar vagamente, mi hija imposible se sentó y en voz clara<br />

pidió agua para ella también. Tomó el vaso de papel blando y frío con su mano umbrosa y tragó su<br />

contenido agradecida, con sus largas pestañas dirigidas hacia el vaso. Después, con ademán infantil más<br />

encantador que cualquier caricia carnal, Lolita secó sus labios contra mi hombro. Volvió a caer sobre la<br />

almohada (yo había tomado la mía mientras bebía) y se durmió instantáneamente.<br />

Yo no me había atrevido a ofrecerle una segunda dosis de droga ni había abandonado la esperanza de<br />

que la primera consolidara aún su sueño. Empecé a deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier<br />

decepción, sabiendo que era mejor esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé<br />

hacia mi lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía a punto de

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