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Kasbeam, un peluquero decrépito me cortó el pelo de manera harto mediocre. Parloteaba acerca de un<br />

hijo suyo jugador de béisbol, y a cada estallido me escupía en el cuello; de cuando en cuando se limpiaba<br />

los anteojos en mi delantal o interrumpía sus trémulos tijeretazos para exhibir recortes doblados de<br />

diarios amarillentos. Yo estaba tan distraído que me sobresalté al comprender, mientras él me enseñaba<br />

una fotografía sobre un caballete, en medio de las viejas lociones grisáceas, que el joven jugador de<br />

béisbol había muerto treinta años antes.<br />

Bebí una taza de café insípido y caliente, compré unas bananas para mi monita y pasé diez minutos en<br />

una rosticería. Debió pasar por lo menos una hora y media antes de que este peregrino de regreso a su<br />

hogar apareciera en el camino sinuoso que subía hasta el castillo de los castaños.<br />

La niña que había visto en mi trayecto hacia la ciudad, estaba ahora cargada de ropa lavada y<br />

ayudaba a un hombre deforme de cabeza grave y rasgos groseros que me recordó el personaje de<br />

«Bertoldo» en la comedia italiana. Cuando llegué estaban limpiando las cabañas, agradablemente<br />

espaciadas entre la profusa vegetación. Era mediodía, y casi todas, con un último estallido de sus puertas<br />

persianas, se habían librado de sus ocupantes. Una pareja de ancianos momificados en un último modelo<br />

salía de uno de los garages contiguos. En otro asomaba, como por una vaina, una carrocería roja; y cerca<br />

de nuestra cabaña, un joven fuerte y apuesto, de pelo negro y ojos azules, subía una heladera fuerte y<br />

portátil a su camioneta rural. Por algún motivo me dirigió una tímida sonrisa cuando pasé. Al frente,<br />

sobre la hierba, en la sombra ramificada de los árboles profusos, el San Bernardo vigilaba la bicicleta de<br />

su ama y no muy lejos una mujer joven, entregada a la vida de familia, había sentado a una criatura<br />

extasiada en el columpio y la mecía suavemente, mientras un celoso niño de dos o tres años incomodaba<br />

cuanto podía, procurando empujar o atraer la tabla del columpio hasta que al fin consiguió que lo<br />

golpeara y empezó a aullar, tendido de espaldas en la hierba, mientras su madre seguía sonriendo<br />

amablemente a ninguno de sus dos hijos. Recuerdo esas minucias con tanta claridad quizá porque había<br />

de revisar mis impresiones de cabo a rabo unos minutos después. Además, algo en mí permanecía alerta<br />

desde aquella terrible noche en Beardsley. De pronto quise sustraerme a la sensación de bienestar<br />

producida por mi caminata, por la joven brisa estival que envolvía mi cuello, el suave crujido de la<br />

granza húmeda, el jugoso depósito que al fin había conseguido succionar de un diente cariado y hasta el<br />

agradable peso de mis provisiones, que la condición de mi corazón no debía permitirme llevar. Pero aun<br />

esa mísera bomba mía parecía trabajar apaciblemente, y me sentí adolori d'amoureuse largueur, para<br />

citar al viejo Ronsard, cuando llegué a la cabaña donde había dejado a mi Dolores.<br />

Con gran sorpresa, la encontré vestida. Estaba sentada al borde de la cama, con pantalones y blusa, y<br />

me miró como sin reconocerme. La brevedad de su blusa parecía destacar, más que disimular, la línea<br />

suave y audaz de sus pechos pequeños, y esa audacia me irritó. No se había lavado, pero tenía los labios<br />

recién pintados, aunque muy al descuido, y sus dientes anchos brillaban como marfil manchado de vino.<br />

Parecía encendido por una llama diabólica que nada tenía que ver conmigo.<br />

Dejé mi pesado envoltorio y miré los tobillos desnudos de sus pies con sandalias, después su cara<br />

inocente, después otra vez sus pies pecaminosos.<br />

—Has salido –dije.<br />

Había granos de granza en sus sandalias.<br />

—Acabo de levantarme –contestó–. He salido un segundo –agregó, interceptando mi mirada a sus<br />

pies–. Quería verte regresar.

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