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13<br />
El domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante como había pronosticado la<br />
oficina meteorológica. Cuando dejé la bandeja de mi desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi<br />
cuarto para que la señora Haze la retirara cuando quisiera, capté la siguiente situación deslizándome<br />
silenciosamente en mis viejas zapatillas (lo único viejo que tenía) por el descanso de la escalera hasta el<br />
pasamanos. Había surgido un nuevo inconveniente. La señora Hamilton acababa de telefonear para decir<br />
que su hija «tenía temperatura». La señora Haze informó a su hija que deberían postergar el picnic. La<br />
fogosa Haze menor informó a la fría Haze mayor que en ese caso no la acompañaría a la iglesia. La<br />
madre dijo «muy bien» y se marchó.<br />
Yo había salido al descanso de la escalera inmediatamente después de afeitarme, todavía con jabón<br />
en las orejas y con mi pijama blanco con flores azules (no lilas, esa vez) en la espalda; después me quité<br />
el jabón, me perfumé el pelo y las axilas, me puse una bata de seda púrpura y canturreando<br />
nerviosamente, bajé las escaleras en busca de Lo.<br />
Quiero que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero que examinen cada<br />
pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue cauteloso y casto lo ocurrido, si se lo considera como<br />
lo que mi abogado ha llamado (en una conversación privada) «simpatía imparcial». Empecemos, pues.<br />
Tengo ante mí una tarea difícil.<br />
Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo de junio. Lugar: un cuarto<br />
soleado. Detalles: un viejo escritorio americano, revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto<br />
Harold E. Haze —Dios lo bendiga— había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto<br />
azulino, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera había recuerdos, entre ellos Dolores).<br />
Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia,<br />
talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la<br />
armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial,<br />
edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había<br />
quedado olvidado junto al fonógrafo.<br />
El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda,<br />
sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de<br />
puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.<br />
Humbert Humbert arrebató la manzana.<br />
«Dámela», suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la<br />
mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa<br />
nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que<br />
ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos<br />
simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación, estorbada por la manzana desfigurada que sostenía, Lo<br />
recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me<br />
fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano.<br />
Reaccioné lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual la observaba,<br />
mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron<br />
surgiendo un pintor superrealista que descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la