DIALOGOS EN LA MORGUE

Me miró y descubrí una sombra muy densa que subía desde el
fondo del alma hasta la pupila de los ojos, una sombra que parecía
un cielo hecho de luz negra y de pavor y de miedo y de vergüenza
y de des-amparo
–decidí que merecía sufrir y que la vida debía darme cuanto
más sufrimiento más vida para seguir sufriendo; tal es la tristeza,
la pesadumbre que llevo en mí
–¿…?
–por lo que le hice. Yo lo amaba y él me amaba hasta el delirio.
Al comienzo lo dejé disfrutar de una apariencia de amor
perfecto, pero era tanta mi decepción de los hombres que me
vi, tal como te lo conté, en la imperiosa exigencia de humillarlo,
de crear una vida amarga y áspera para él, en representación
de todos ellos y de todas nosotras. Ese dolor que yo veía en su
rostro, cada día de todos los meses y de todas las semanas, lo
sentía yo con igual desesperación. En una cadena sin fin de sensaciones
malvadas, yo sentía que ese dolor le hacía pagar el pecado
de ser hombre y a mí, el de amarlo como lo amaba, a pesar
de cuánto deseaba odiarlo. ¡Cuánto lloré cada vez que lo adivinaba
llorando! ¡Cuánto sufrí cada vez que lo sabía sufriendo! pero
ese sufrimiento, en perversa conversión, me daba fuerzas
para seguir desgastando su vida, tratando de todos los modos
posibles de destruir para siempre su dignidad, amargarle la vida
–¿…?
–el último día que pasamos juntos, antes de que saliera para
siempre de la casa y, cosa extraña, entrara para siempre en mi
vida, me dijo: debo irme, a pesar mío he intuido que amarte es
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