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Revista Quid 57

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Escena de La caída, de Oliver Hirschbiegel (2004)<br />

Tema de tapa<br />

cine<br />

Criaturas<br />

INFAMES<br />

POR Roger Koza*<br />

16<br />

Las formas de la maldad en el cine son muchas y siempre<br />

encuentran su expresión. El mal absoluto, una fascinación de<br />

época, a veces se identifica con una fuerza diabólica. Puede<br />

encarnarse incluso en la naturaleza, más precisamente en un<br />

exceso que surge de ésta. Véase el tiburón de Spielberg<br />

que amenazaba a los turistas más allá de su apetito, entidad<br />

acuática capaz de concebir estrategias de ataque y merodear<br />

alrededor de un barco con fines ajenos a la satisfacción dietética.<br />

En el fondo, ese tiburón gigantesco canalizaba un motivo<br />

conocido. Era una suerte de variación y apropiación pop de<br />

Moby Dick, fuerza marítima que sintonizaba indirectamente<br />

con fuerzas metafísicas. Aún hoy, al menos para los espectadores<br />

de ese gran film de Spielberg que vimos cuando éramos<br />

niños, cada vez que entramos al mar revive la película. Para<br />

la memoria emotiva del espectador de Tiburón (1975), el mar<br />

tiene siempre un plus de terror.<br />

El mal absoluto puede ser un hombre. Hitler, por ejemplo.<br />

¿Qué versión elegir entre las tantas que ha dado el cine?<br />

Está su versión sarcástica, su doble cómico y cognitivamente<br />

inservible, al que se le retuerce el sentido de sus palabras en<br />

ruidos molestos que nada dicen, aunque mantienen la eficacia<br />

simbólica que atemoriza a sus dóciles receptores. Es el Hitler<br />

ridículo de Chaplin, al que en plena guerra el director decide<br />

atacar a golpes de parodia. En El gran dictador (1940), el cine<br />

deviene en arma: socavar humorísticamente al fascismo, ese<br />

es el objetivo último. Tal vez no se gane una guerra con esta<br />

táctica de inteligencia, pero a largo plazo debe considerársela<br />

como una forma de prevención de la lógica bélica.<br />

Veamos otra versión, el Hitler de La caída (2004), esa especie<br />

de Hitler para todos que previene la discordia interpretativa.<br />

Se trata del militar enfurecido y conocido por sus gestos<br />

toscos, proclive al paroxismo emocional. A este Hitler le llegó<br />

una parodia tardía e inesperada. Le valió una y otra vez una<br />

reapropiación extradiegética de su semblante, un uso lúdico<br />

para imponerle en su encarnación cualquier motivo de indignación<br />

deportiva históricamente irrelevante. Una y otra vez la<br />

secuencia en la que el mandatario pierde los estribos se viraliza<br />

en la web con fines humorísticos. Este uso satírico ocasional<br />

indica la débil representación del infame dictador en La caída.<br />

No se trata de un mal trabajo de Bruno Ganz, quien meticulosamente<br />

intenta hallar un adecuado lenguaje corporal para<br />

transmitir la furia del Führer y su violencia contenida. Ganz<br />

cree descubrir en las manos de Hitler un síntoma conductual<br />

de su desprecio y misantropía. Pero lo siniestro de ese film y la<br />

composición del actor reside en ver que él, Bruno Ganz, es el<br />

mismo intérprete de Las alas del deseo (1987). ¿Cómo puede<br />

ser que quien fuera un ángel benevolente acabe como agente<br />

del mal absoluto?

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