33 Cuando escribir policiales todavía no era para cualquiera, Sergio Sinay construyó un prestigio entre los cultores del género como uno de sus más sólidos representantes. Pero en un momento determinado, alguien le propuso escribir un ensayo sobre los vínculos humanos y el éxito alcanzado en la materia (nuevos vínculos, masculinidades, relación de padres e hijos), lo apartó de la literatura. Por fortuna, casi veinte años después, Sinay regresa con Noruega te
34 mata (Del Nuevo Extremo, 2015), un policial muy negro, no tanto por lo que implica la acción como por la atmósfera que envuelve a los personajes. Con maestría, Sinay toma un abanico de personajes –en particular su protagonista, Jimmy Flaherty– que parecen a la deriva, buscando algún elemento que los rescate de la realidad y los lleve a “Noruega”, ese Hades idealizado e imposible donde alcanzar la salvación. –¿Cómo fue volver a la novela después de veinte años? Debo responder como Troilo, cuando le preguntaban por qué volvió al barrio: “¿Por qué volver, si en realidad nunca me fui?”. Más que volver, siento que es un despertar o bien salir de un estado de hibernación. Durante todos estos años seguí siendo un lector permanente y atento del género. Pasó que luego de mi última novela, Es peligroso escribir de noche, del año 92, yo tenía otra cantidad de historias que ofrecer. En general creo que tengo más historias de las que realmente puedo escribir, pero en ese momento se cruzó el ensayo en mi vida. Me ofrecieron escribir sobre un tema que me interesaba, el amor a los 40, y me gustó la propuesta. Ya sea ensayo o ficción, para escribir a mí me tiene que pasar por el cuerpo, aunque después se desarrolle en la cabeza. Ese ensayo anduvo muy bien y por entonces me puse a estudiar psicología gestáltica, el fenómeno de la nueva masculinidad, etc. Un ensayo fue llevando a otro, porque aparecían editores que me pedían nuevas ideas y por suerte nunca me faltan, hasta que al cabo de seis o siete años empecé a sentir una suerte de síndrome de abstinencia respecto a la ficción. Tenía apuntes hechos, diálogos imaginados, pero no tenía tiempo de reunir esos materiales en una novela. Cuando me quise acordar, pasaron veinte años y la molestia se convirtió en una deuda: la vida se va y debía volver al primer amor. En el verano pasado me quedé en Buenos Aires y hubo un paréntesis en la escritura ensayística, así que aproveché para ordenar y releer lo hecho. Tenía escrita la parte de Jimmy, el hijo, y contrariamente a otros proyectos a los que no visualizaba, me dije: “Aquí hay algo”. Así fue que me dejé llevar por el enorme disfrute de la escritura (que no es igual en la ficción que en el ensayo) y dejé que los personajes me usaran a mí para contarse. –No obstante, el tiempo debe haber planteado otro tipo de dilemas: ni el policial, ni la sociedad, ni sospecho que usted mismo, son iguales a veinte años atrás. De hecho, hubo un cambio en el paradigma de masculinidad que ha estudiado y lo aplica en la novela. ¿Cómo fue enfrentar esas transformaciones? Sí, lo que describís es así y por suerte yo no lo pensé. Cuando leí la novela terminada, casi impresa, me di cuenta de todo esto que marcás. Del mismo modo que me di cuenta de que lo escrito era una historia muy argentina: perdedores de toda la vida que se juntan y creen tener “el plan” que los va a sacar de pobres para siempre. Esto ocurre en todos los niveles del país, ya sea a los políticos o a oscuros ciudadanos comunes. Así es Argentina, que vive prometiéndose un futuro grandioso y poco a poco aparece más hundida. Son planes que cualquiera que tome un poco de distancia y lo vea desde afuera suenan descabellados, pero no obstante se sigue adelante hasta confirmar su fracaso. Están basados en los mecanismos de la tragedia griega, con un final inevitable y no obstante ineludible. Tampoco lo pensé previamente, ya que de haberlo hecho, de haber propuesto una novela que hable de la relación de padres e hijos, del fracaso argentino como proyecto, del fin de los príncipes azules, quizá hubiera escrito una novela, pero hubiese sido una novela chata. No digo que esta no lo sea, pero de la otra manera hubiera sido de una mediocridad programada. Creo que si uno se propone usar personajes o un género para establecer una tesis me parece que no leva, es como hacer un pan sin levadura. Es cierto que han pasado (me han pasado) veinte años, pero uno escribe con lo que es, no en función de un programa. Eso ocurre con un escrito científico y cuánto más con la novela negra, que saca nuestras partes más oscuras, lo que Jung llamaba “la sombra”. Las mejores cosas que uno escribe las hace a partir de su propia sombra. –Uno de los protagonistas, Jimmy, es una suerte de “hombre sin atributos”: va pasando por la vida dejando trabajos, lugares, amigos, amantes, hijos a los que no conoce, como si nada ocurriera. ¿Fue difícil su caracterización? Sí, fue difícil sobre todo porque fue un personaje al que quise mucho mientras lo escribí. Jimmy está hecho con partes de gente que he conocido y quise mucho y también con partes mías, con experiencias vividas. No sé si el término correcto es “difícil”, sí me resultó triste la composición de su personaje. De todos modos, creo que la emoción enriquece la escritura. Por supuesto, esa emoción debe ser administrada, pero tiene que estar presente. –En general, toda la novela está construida como un caleidoscopio de sombras: todos los personajes se ven rodeados de pequeños fracasos, no grandes tragedias, pero sí vidas construidas bajo la insatisfacción y el desamparo… Sí, esto es exacto. Al cabo de tantos años con la escritura, he descubierto que más importante que contar con una buena trama es contar con personajes. Estos personajes son los que hacen cosas y acaban por construir la trama. A la inversa, puede conce-