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El, otro camionero, peón de arreos, de piaras o ganados ajenos, baquiano en las tinieblas y encaminamientos, carretero de vieja estirpe, se lo dijo a mi papá con sus grandes manos, su enorme boca, la voz del ron que no deja escapatoria cuando bebían frente a la lámpara y espantaban varios cientos de mosquitos, mariposas y otros insectos que venían por la luz y no por la caña y la conversación en despoblado que se iba tan alto como el aire. Así se contaron sus cuentos. Se preguntaban por sus vidas y parientes, los muertos en el último invierno y si no sacrificaron todavía la vaca vieja y horra que dejaba morir a los becerros. Lo que encontraron un día insólito en el camino o debajo de la sombra de los samanes. Y yo tenía miedo. Veía a mi alrededor. Lo que aparecía allá entre las hojas rumiantes. Una pavita, las alcaravanas de las estrellas distantes y ese ganado mugiente ante los tigres cebados en carnes de terneros. Oía rumores de terror en el cerebro. Trataba de distinguir algo concreto en el samán de ramas estranguladas, en esas hojas pequeñas de los arbustos empeñados en disimulos fantasmales, en un claro sin monte en las oscuridades, en una candela rara que caminaba lejos de sus pasos de zigzag en la sabana. Y pensaba en la luna que no venía en mi auxilio y se me iba a mejorar su rostro en la parte más oscura donde ya no surtían efecto los cosméticos. El siguió con su voz de elocuencias paganas, sus gesticulaciones expresivas para sordomudos, con su danza de un pié y el otro, adelante y atrás, en el cuadro de una esgrima antigua con garrotes y cuchillos en la narración de no dejar nada en el aire y sin apoyaturas tangibles. Se refería a las ánimas, seguramente. Tan solas en la sabana, a tanta distancia unas de otras, sin vínculos, marginales del santoral, pero tan en la humanidad de uno: Si no le prendes una vela... Pero el terror no me dejaba oír bien. Ya yo me imaginaba en los peligros y temores de toda la vida, las fantasías negativas que no fueron falsas en la adolescencia (después de MdeJ, fueron verdaderos los terrores a que fui sometido: se sabe que uno es malo para vivir si no se sufre la tortura). O el viejo recuerdo reciente de tíos y primos en sus trances y desafíos mortales donde se salvaban por pericias y facultades hasta entonces ocultas. Un poco al final me volvió la serenidad con sus
isas que subieron por el samán, escalaron dos luceros grandes en los ojos de un animal que brillaba a la orilla del monte y resonaron en cada rama en el eco que devolvían las hojas: Yo soy José García, el carretero retirado... fui todo, no pude aprender con las máquinas nuevas y me dediqué a un oficio más humilde. Vengo de Calabozo donde empecé a ser cura de almas... y fue entonces cuando se bajó la sotana sobre los oscuros pantalones.
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