Tres cerditos - Apostolos Doxiadis
Apostolos Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder engañar a la muerte.
Apostolos
Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga
y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de
tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una
fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder
engañar a la muerte.
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como el otro hombre no echó a correr detrás de él, unas manzanas más allá,<br />
tras haber chocado con unas cuantas personas y oído una buena dosis de<br />
insultos y maldiciones, Leo se paró. Siguió caminando un par de horas más,<br />
cambiando de dirección y mirando por encima del hombro cada minuto. Tras<br />
caminar, mirar, girarse y correr un poco más entre medias, acabó en un hotel<br />
decadente del East Harlem, uno en el que no se habría fijado horas antes<br />
aunque hubiera pasado por delante de la puerta. Pidió una habitación, pagó<br />
un mes por adelantado, se registró con un nombre falso y le dio al<br />
recepcionista diez dólares, una propina enorme en aquellos tiempos, incluso<br />
para un hotel como el Plaza, y le pidió que se ocupara de dos cosas: una, que<br />
no lo molestaran, y dos, que le subieran las comidas a su habitación. Como<br />
no era el tipo de hotel que tiene servicio de habitaciones, el recepcionista se<br />
convirtió en el mayordomo personal de Leo. Seguro que ese hombre sacó<br />
más dinero en los días que Leo estuvo allí de lo que ganaba en un año de<br />
salario, gracias a lo que le cobraba de más por las comidas y además a las<br />
propinas que aceptaba por llevárselas.<br />
Leo salió del hotel solo una vez, dos días después de llegar, para enviarle<br />
un telegrama a Rico Ginsburg, que seguía en Argentina. En él le decía que<br />
era necesario que volviera a Nueva York inmediatamente «por culpa de unas<br />
circunstancias imprevistas», y le daba la dirección del hotel. Aparte de eso,<br />
permaneció en su habitación sin hacer ni recibir llamadas. Había decidido que<br />
nadie, ni Thelma, ni el personal de Northern Copper ni ningún otro, excepto<br />
Ginsburg, debía conocer dónde se escondía. Y había tomado esa decisión tras<br />
convencerse, durante esos días de locura transitoria, de la teoría que se le<br />
había ocurrido de que el asesino de sus dos hermanos tenía que tener<br />
informadores en todas partes y que seguro que habría alguno entre los<br />
mayores mandamases de Frank & Worthington e incluso en el servicio de la<br />
mansión; Winston, el chucho, era seguramente el único que se libraba de las<br />
sospechas de Leo.<br />
Al final de la semana, a primera hora de una tarde, el recepcionista llamó<br />
a su puerta para decirle que un tal señor Ginsburg estaba en recepción y<br />
preguntaba por él. Leo le dijo que le mandara su habitación.<br />
Cuando vio a Leo, que llevaba una semana sin afeitarse y sin ducharse,<br />
los ojos de Ginsburg se abrieron de par en par.