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Tres cerditos - Apostolos Doxiadis

Apostolos Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder engañar a la muerte.

Apostolos
Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga
y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de
tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una
fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder
engañar a la muerte.

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nuevo en los días que pasé allí, supe que había algo en el aire de aquel lugar<br />

(aparte de las malditas moscas, claro), algo que me había llegado muy<br />

adentro, tal vez porque ya no era joven o porque ya era nonno por<br />

quintuplicado. ¿Podía ser eso cierto? ¿Podría ser que esos niños negros, la<br />

niña escuálida especialmente, me hubieran recordado a mis nietos, por la<br />

fuerza de la costumbre otra vez, la costumbre de ser abuelo? Y eso en aquel<br />

momento, en la playa de los cocodrilos, me había vuelto… ¿qué? ¿Blando?<br />

¿A mí? O, por decirlo en los términos que utilizaría Leo Frank, en lenguaje<br />

fifi, tal vez me había despertado esa mañana en Belle Époque habiendo<br />

realizado sin saberlo mi propia metamorfosis para convertirme en algo<br />

diferente de lo que había sido hasta el momento. Incluso, tal vez, en una<br />

buena persona.<br />

Lo siento, pero no puedo darle una respuesta clara para esto. Lo único que<br />

puedo decirle es que, tras un par de semanas dándole vueltas a todas esas<br />

opciones en mi cabeza, acabé muy enfadado conmigo mismo; enfadado por<br />

estar perdiendo el tiempo con esas ideas en vez de pasarlo con mi familia, o<br />

en el restaurante, o restaurando un bonito mueble para Ekaterina. No había<br />

encontrado una respuesta a mi pregunta, que es la misma que me hizo usted,<br />

signor […], pero al final decidí por la fuerza (no de la costumbre esta vez,<br />

sino de voluntad) dejar a un lado la pregunta y mis intentos por encontrar una<br />

respuesta. Recuerdo que cuando lo decidí, era la noche de Halloween,<br />

bastante tarde; Ekaterina ya estaba durmiendo arriba y yo estaba mirando<br />

fijamente el fuego del salón y comiendo una manzana de caramelo que me<br />

habían dado mis nietos, una especie de pizzo por mi protección, tras haberles<br />

acompañado en su salida en busca de «truco o trato».<br />

Los sueños se volvieron menos frecuentes después de eso. «Pues si tengo<br />

que soñar, soñaré», me dije. Ya se detendrían en algún momento. Y aunque<br />

no lo hicieran, ¿qué problema había? Venían de otro mundo, un mundo que<br />

ya no existía para mí. Ellos hacían su trabajo y yo seguiría con el mío.<br />

Después llegó Acción de Gracias y comimos el pavo en casa de mi yerno.<br />

Y por fin entramos en mi época favorita del año: diciembre y las vacaciones<br />

navideñas, cuando mi Maria-Teresa, «mi hija, la doctora», llegaba a casa para<br />

pasar las fiestas. Y, como hacía todos los años, reuní a toda mi familia en<br />

casa el día de Navidad. Estaban todos allí: mi mujer, mis hijos, mi yerno, mi

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