Tres cerditos - Apostolos Doxiadis
Apostolos Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder engañar a la muerte.
Apostolos
Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga
y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de
tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una
fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder
engañar a la muerte.
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criminal, sino la víctima inocente de uno?<br />
Sí, ¿y si lo habían asesinado y los policías pensaban, lógicamente, que<br />
quien tenía ahora su pasaporte era su asesino? ¡Eso supondría la horca para<br />
él! O tal vez… ¿Por qué no, eh? Quizás el verdadero Bernard MacLane había<br />
sido un espía nazi, un criminal de guerra, y esos tipos que fingían ser<br />
«neozelandeses» eran algún tipo de agentes que habían venido para ocuparse<br />
de él, para matarlo en un lugar oscuro y después tirar su cuerpo al mar.<br />
Curiosamente la única cosa que a Leo no se le ocurrió fue que los<br />
neozelandeses fueran los asesinos de Lupo disfrazados. Creía que no estaba<br />
expuesto a esa amenaza en concreto.<br />
Leo tuvo que improvisar y hacerlo rápido, porque el conserje seguía de<br />
pie a su lado con esa estúpida sonrisa. Se levantó bruscamente, le dijo al<br />
conserje que había recibido noticias alarmantes de su casa y que tenía que<br />
irse inmediatamente. Subió corriendo a su habitación, hizo la maleta, bajó,<br />
pagó la cuenta y fue al puerto. Como el trasporte fluvial no salía hasta horas<br />
después, pagó a un hombre con una lancha motora para que lo llevara unos<br />
kilómetros corriente arriba por el Ogooué; no tenía intención de quedarse ni<br />
un minuto más en Port-Gentil con esos tres personajes tan sospechosos<br />
merodeando por allí. La lancha lo dejó en un lugar sucio, donde estuvo<br />
esperando unas cuantas horas, y después cogió el trasporte desde allí de<br />
vuelta a Ndjolé, donde se encerró totalmente en su casa, sin salir ni al jardín.<br />
Cuando ya llevaba un par de días en Belle Époque, se acordó del Tulipán.<br />
Oh, se había ido sin decirle nada, ¡sin dejarle una nota siquiera! ¿Pero qué<br />
podía hacer a esas alturas? ¿Volver a Port-Gentil? Ni hablar. Demasiado<br />
arriesgado; los «neozelandeses» podían seguir allí. ¿Enviarle una carta al<br />
hotel explicándole que había tenido que irse repentinamente a una gran<br />
aventura, pero que no dejaba de pensar en ella?<br />
No, eso tampoco, porque se podía utilizar el matasellos para descubrir<br />
dónde estaba; al menos eso seguía siendo secreto, porque se había registrado<br />
en el hotel con una dirección falsa. Al final resolvió el problema del Tulipán<br />
masturbándose casi sin parar durante unos cuantos días, imaginándose que se<br />
la estaba tirando una y otra vez de todas las formas que se le ocurrieron. Pero<br />
como la familiaridad acaba trayendo el desdén, pronto se cansó de ella y<br />
volvió a masturbarse como antes, reproduciendo en su mente sus mejores