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Tres cerditos - Apostolos Doxiadis

Apostolos Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder engañar a la muerte.

Apostolos
Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga
y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de
tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una
fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder
engañar a la muerte.

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de mi vida. Era la primera vez que podía relajarme en mucho mucho tiempo.<br />

Le pedí un bourbon doble a la guapa azafata y brindé por mí mismo, pero por<br />

el Ulisse que había en mí, no por el Ercole. Eso es. Sabiendo lo que sabía<br />

entonces, bebí por el tipo que había sido más listo que esa escoria de<br />

Chicago, ese abogado con toda su universidad a sus espaldas y su bonito<br />

título de Derecho colgado en la pared del despacho.<br />

Como sabe, signor […], nunca me he disculpado por las cosas que he<br />

hecho en mi vida, ni cuando le estaba contando la historia, ni tampoco lo voy<br />

a hacer en esta carta. Sobre todo no he pedido perdón por la gente que he<br />

matado, principalmente porque no hay ninguna disculpa para eso (al menos<br />

no una que pueda convencer a alguien como usted). Pero estoy seguro, que<br />

incluso usted entenderá que tenía que matar a esos dos, al brutto y a Junior,<br />

porque si no los hubiera matado, ellos me habrían matado a mí. ¿Y quién,<br />

aparte de un verdadero santo, puede permitir algo así? Un hombre no tiene<br />

que ser un matón para creer en la verdad que hay en un proverbio que le oí<br />

una vez en Newport a un pescador griego que conocía: «Es mejor que te<br />

quiten dos que cuatro».<br />

Dormí en el tren nocturno que iba de Nueva York a Boston y cogí el<br />

primer autobús a Newport que salía por la mañana. Llegué a casa justo<br />

cuando Ekaterina estaba terminando de desayunar. Nunca había estado tan<br />

contento de volver y ella nunca había estado tan feliz de darme la bienvenida,<br />

sobre todo porque le dije después de besarla: «Ya no me voy a volver a ir a<br />

ninguna parte, bella». Ella sabía que solo la llamaba así cuando estaba de<br />

muy buen humor. «Nunca más, a menos que tú te vengas conmigo para ir a<br />

ver las cataratas del Niágara, París o cualquier otro sitio que quieras».<br />

Y retomé mi vida familiar y mi trabajo, la única vida que me quedaba<br />

para entonces. Dejé todo mi pasado atrás. Ya no lo necesitaba. Porque ¿qué<br />

más puede pedirle a la vida un hombre que tenía todas las cosas de las que yo<br />

disfrutaba en ese momento? Se lo voy a decir, querido signor […], y escuche<br />

bien mis palabras: nada.<br />

Pero volvamos a su pregunta sobre el porqué de mis acciones en la playa<br />

de los cocodrilos.<br />

Francamente, a mí también me desconcertó durante un tiempo; de hecho<br />

eso me persiguió durante un par de semanas en el otoño de 1951, seis meses

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