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Tres cerditos - Apostolos Doxiadis

Apostolos Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder engañar a la muerte.

Apostolos
Doxiadis construye en Tres cerditos una absorbente novela de intriga
y de aventuras, que es además una original reflexión con tintes de
tragedia griega sobre el destino, la suerte y la libre elección. Una
fábula en clave moderna sobre la eterna cuestión de cómo poder
engañar a la muerte.

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LO ÚNICO QUE NO HABÍA cambiado en la nueva vida de Leo era la familia:<br />

no tenía cuando se fue a África y seguía sin tenerla cuando se instaló allí. Y<br />

eso era bueno, porque eso significaba que quedaba margen para que su vida<br />

mejorara. Pero Leo no lo veía así al principio. De hecho, cuando vivía en<br />

Nueva York, le gustaba citar a ese tío de cara redonda, W. C. Fields,<br />

diciendo: «alguien que odia a los perros y a los niños no puede ser tan malo».<br />

Leo no podía estar más de acuerdo, sobre todo después de haber vivido<br />

muchos años bajo el mismo techo que el malcriado de Alexander y el<br />

inimitable Winston.<br />

Pero tras un tiempo en Belle Époque, empezó a pensar seriamente en<br />

buscarse una esposa, sobre todo desde que Lela, la cocinera gorda, comenzó a<br />

intentar lavarle el cerebro diariamente, repitiéndole todos los días mientras le<br />

servía la comida que debería encontrarse una bonita mademoiselle blanca,<br />

casarse con ella y tener muchos bébés roses, es decir, bebés rosaditos.<br />

Después de un rato, Leo le decía que se callara y Lela se ponía con su «jii-jiijiiiiiiiiiiii».<br />

Pero la idea (más la de la guapa mademoiselle blanca que la de los<br />

bebés rosas) empezó a tomar forma en su mente.<br />

De hecho Leo estuvo a punto de declararse a una señorita agradable y<br />

joven en el otoño de 1947, cuando fue a Port-Gentil durante un par de<br />

semanas. La razón que lo llevó allí no tenía nada que ver con el<br />

romanticismo; un terrible dolor de muelas que no se iba ni con aspirinas ni<br />

con la asquerosa infusión de hierbas que Lela le preparó. Así que cogió el<br />

trasporte río abajo, pasó todo el viaje gimiendo de dolor y cuando llegó a<br />

Port-Gentil fue directo al dentista, que le dijo que necesitaría varias visitas<br />

para ponerle la boca en condiciones.<br />

Ndjolé no se podía llamar «ciudad», pero Port-Gentil sí. No era

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