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Cien peliculas que me abrieron la cabeza - Nicolas AmelioOrtiz

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sonando de fondo la apacible «In the mood», de Glenn Miller, la irrupción de

un sicario que viene a cargárselo a Nicolas Cage, y la reacción del agredido,

marcan el paso de lo formal a lo ultraviolento, y nos descolocan al hacernos

entrar enseguida en el juego que impone Lynch.

El resto de la película queda signado por este delirio: relaciones extrañas

entre personajes aun más extraños, constantes flashbacks a momentos

completamente desopilantes —mis favoritos son los vividos por el personaje

Jingle Dell (Crispin Glover), obsesionado por la Navidad y capaz de meterse

cucarachas en los calzoncillos—. Otra escena increíble que recuerdo es la del

bar metalero en donde casi estalla una pelea que se anuncia como brutal, pero

todo termina en anticlímax, con una romántica canción de Elvis Presley

interpretada por el protagonista, y melancólicos fans llorando y todo. Así, los

momentos de incomodidad dramática se convierten en hilarantes, y además

los diálogos absurdos le dan identidad a cada personaje, y los flashbacks y

recuerdos adquieren un tono simbólico. Descabelladas referencias a El mago

de Oz (Victor Fleming, 1939) y al fuego como signo de lo pasional atraviesan

este film, así como temáticas recurrentes en Lynch: la vida, la pasión y la

rebeldía juvenil en contra de la vejez, lo corrupto y lo podrido; la madre

contra la hija, el recuerdo contra el presente. Pero ahora estos símbolos

configuran un cosmos surrealista y de comedia descabellada. El arte de la

película, al igual que sucede en toda la obra del director, es impecable. El

choque entre el sueño americano y los colores de los años 50 y la oscuridad y

la sordidez de los años 80 y 90, que caracterizan la puesta en escena

lyncheana, nunca estuvieron más acordes con la narrativa, en este caso,

descomunal en su delirio.

Hay una escena más de la que quiero hablar. En realidad no es una escena,

sino un efecto narrativo de Lynch que siempre me encantó. Al principio del

film, cuando Marietta está planeando matar a su yerno Sailor, un tipo rico

llama por teléfono a sus contactos, en busca del mejor asesino. Uno de ellos

es un hombre misterioso a quien no se lo ve: el teléfono suena en off,

mientras se nos muestra el frente de la casa, en donde suena el teléfono. Más

tarde, la casa vuelve a aparecer un par de veces, y nos genera una curiosidad

cada vez mayor: ¿tan horrible y turbio es el asesino, que de él sólo vemos su

casa? Lo peligrosamente misterioso que rodea esa locación ya nos pone

tensos, sin habernos mostrado más que una puerta y unas paredes. Pero lo

mejor de esta propuesta llega cuando los protagonistas estacionan ante esa

misma casa: el espectador sabe que el peor de los horrores puede estar

esperándolos del otro lado.

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